Monday, October 21, 2013

Manual para cruzar la frontera (o una jornada en Bukit Indah)

¿Consejos? Recibimos muchos. ¿Páginas en Internet? Leímos más. Pero, puestos a tomar decisiones y lanzarnos a la «aventura» de cruzar la frontera, fueron las recomendaciones de Nicolás las que seguimos casi a la letra.  Él, argentino de la pampa y excelente chef, agotó, en los años que residió en la «Ciudad de Leones», todas las posibilidades de esta cercanía de dos países cuyas distintas realidades permite, a quien viva en Singapur (y tenga las ganas, la paciencia y el talento para hacerlo), un buen ahorro de dólares al mes.

Al sur de Malasia y al norte de Singapur (pasando, claro, el estrecho que es la frontera natural entre ambos países), se halla la provincia malaya de Johor.  Hay dos puentes que unen ambas naciones y, consecuentemente, dos pasos fronterizos.  El antiguo «Johor-Singapore Causeway» (cuyas instalaciones fueron remodeladas e inauguradas como «Woodlands Checkpoint», en Singapur, en 1998, y «Sultan Iskandar Complex», en Malasia, en el 2008); y el nuevo «Malaysia-Singapore Second Link» (también conocido como «Tuas», inaugurado en 1998).

La capital de Johor es Johor Bahru («Nueva Johor» o «Yei-Bi», o sea, «JB»), tiene poco menos de un millón trescientos mil habitantes y el cruce de Woodlands enlaza Singapur con el corazón de esta ciudad (tan ligada a la isla-estado que, a pocos metros del control de migraciones malayo, hay un centro comercial muy visitado por los singapurenses).  Por otro lado, Bukit Indah es una pequeña ciudad en pleno crecimiento (sesenta mil habitantes), que forma parte de la «zona económica especial de Iskandar» y se halla a 20 minutos en coche del cruce de Tuas (pasando antes por «Legoland», un inmenso parque de atracciones visitado por miles de turistas).

Nicolás solía cruzar (con su esposa y sus tres hijas) en coche (dejo la historia del carro para otro artículo) y prefería Tuas porque «aunque el peaje es un poco más caro, siempre tiene menos congestión» y le gustaba el centro comercial de AEON porque «no hay tanta gente como en JB».  A mí, que se me antojan mejores los lugares con menos gente (no es misantropía, solo precaución), me pareció buena idea seguir los pasos de mi amigo argentino.  Claro, no tenemos coche (pero tampoco tres hijas y mi infinita Alesia aún puede manejarse bastante bien en metros y buses con sus siete meses de embarazo), así que el asunto se convirtió en un viaje en ómnibus.

En Singapur hay varios lugares donde se puede conseguir un transporte público que cruce la frontera hacia JB y alrededores; uno, por ejemplo, es Changi (el aeropuerto) y otro es Kranji (donde hay una estación de la línea roja del metro y que solía ser el paradero mas frecuentado de los ómnibus que cruzaban a Malasia). Sucede que en los últimos años, con el aumento exponencial del número de personas que atraviesan diariamente la frontera (hace poco, el periódico «The Straits Times» informaba que solo el control de Woodlands lo utilizan más de trescientos cincuenta mil viajeros cada día), los llamados «puntos de embarque» también se han multiplicado.

Como fuera; por comodidad, por cercanía, por que lo conocemos, porque Nicolás nos dijo que era el mejor lugar para tomar el bus («el amarillo, toma el CW3») hacia Bukit Indah, decidimos ir a la estación «Jurong East», al final de la línea roja del metro (a tres estaciones de Choa Chu Kang, donde vivimos), y allí comenzó nuestra aventura...

Sunday, October 13, 2013

Yeoman Prado

Que jamás se calle el canto,
que la muerte nunca pueda
comprarnos con su moneda
de tristezas y de llanto.
Nunca nos rompa el quebranto
la paz, y que el asesino
(tiempo, azar, dios o destino)
comprenda que tus canciones
alumbrarán los rincones
negros de nuestro camino.

A Yeoman lo conocí el ochenta y siete, en San Marcos. Eran años complicados, ásperos, secos.  Vivíamos entre los atentados brutales de Sendero Luminoso y la represión bruta del ejército.  El arte, como siempre, se hallaba entre dos fuegos, entre quienes querían convertirlo en panfleto y quienes veían terroristas en cualquier alma libre. Lima, idiota y vanidosa, egoísta y colonial, había ignorado (sigue haciéndolo) el horror que se vivía en los Andes, pero esta vez la sangre llegó al río, a nuestro pequeño y acomplejado río limeño, y lo tiñó de rojo (aunque ya nadie quiera acordarse y embotemos la memoria en comilonas y nuevos centros comerciales).

Yeoman hacía música.  Él y Jaunty, su hermano inseparable, componían, arreglaban y cantaban al amor y a la libertad, esas malas palabras, con la fuerza de su juventud. Entonces, los conciertos y manifestaciones culturales eran perseguidos (que estar por la vida y contra la muerte eran señal casi inequívoca de tener «inclinaciones terroristas» a los ojos miopes de un Estado lleno de miedo, incapacidad e impotencia).  La creatividad se convirtió en una amenaza y levantar la voz se hizo sospechoso. En épocas en que la sociedad se polariza, es fácil que unos y otros extremistas vean en las almas libres al enemigo.  Si tener un pensamiento propio, buscar respuestas en el arte, preferir el amor antes que el odio y la belleza de la vida antes que el espanto de la muerte, puede parecer ingenuo, serlo en medio de la vorágine de una guerra biliosa y pútrida, es un riesgo y, al mismo tiempo, es un acto de humanidad y valentía.

Yeoman y Jaunty estaban allí, en mitad de esa camino cruzado por la incomprensión y la intolerancia, y se empeñaban en hacer música, cantarle a la vida y escribirle al amor. «Cantos del Pueblo», cuyo solo nombre causaba urticaria a más de un intransigente, se convirtió en un referente de la música popular peruana de los años ochenta.  Sus canciones eran coreadas por los estudiantes universitarios y sus presentaciones eran masivas y entusiastas.

El tiempo pasó, la violencia regresó a los niveles bastardos y silenciosos que la sociedad puede tolerar sin desangrarse, y cada cual siguió su rumbo. A la ferocidad de una guerra fratricida se le sumó la cruel y paralizante cachetada de una crisis económica que se tragó esperanzas y lanzó a muchos fuera del país.

A Yeoman lo vi pocas veces desde entonces.  Los hermanos se fueron a Alemania y vivieron momentos duros, más de un infeliz quiso arruinarles la vida y más de una miseria quiso envenenarlos, pero fue inútil.  Los Prado se mantuvieron firmes y juntos, peleándole a la desgracia esa porción de felicidad y esperanza a la que, ellos lo sabían, tenían derecho.

Fueron años de carencias y decepciones, pero nunca desesperación; dos hermanos juntos son un ejército cuando hay que luchar por la felicidad del otro.  Hombro a hombro, a fuerza de música y entusiasmo, salieron adelante.  No solo sacaron brillo a sus ilusiones sino que animaron y ayudaron a otros para que hicieran lo mismo.

Yeoman se casó con Luz, una muchacha hermosa y tierna, valiente y solidaria. Tuvieron un hijo, Gigio, un niño que aún no tiene edad para entender la muerte pero que lo hará al mismo tiempo que aprenda, con emoción y con orgullo, que su padre fue un hombre bueno.

En los noventas él ya no estaba en Lima y en la primera década de este siglo también emigré.  Nos escribíamos eventualmente y hablábamos de ese proyecto nuestro en el cual él pondría la música y yo las letras de unas canciones que ya nunca haremos.

De Yeoman me queda su humanidad, su sonrisa magnífica, invencible, sus ganas de creer que todo esto vale la pena, que la música, la poesía y el arte son formas concretas del amor, de ese amor indispensable para que la existencia humana tenga sentido, para que la muerte se avergüence, para que nosotros, ahora más tristes y más solos, sigamos andando, aunque sea a paso lento, por esta vida que él, tan generosamente, hizo más hermosa.

Sunday, October 06, 2013

Empantallados y absorbidos

Viernes, poco antes del mediodía.  Mis alumnos de español dos han terminado con la prueba de la unidad uno. A estas alturas del idioma saben (confío en que sepan) un vocabulario básico para salir bien librados de una situación real en el aeropuerto de Barajas o en el mostrador de un hotel en Tegucigalpa. Todos me han entregado sus exámenes y faltan pocos minutos para que toque el timbre (que, dicho sea de paso, tiene el mismo sonido que se escucha en las terminales aéreas antes del «última llamada del vuelo 543, señor Pérez, por favor, abordar por la puerta siete») y puedan librarse de mí e invadir la cafetería (donde espero que sobreviva algún sánguche de pollo, que son de antología). «Les regalo estos cinco minutos», les digo y me pongo a arreglar los papeles antes de acometer la corregidera.

Siempre he dicho que corregir exámenes es la maldición de los profesores (aunque varios –que, estoy seguro, saben de educación mucho más que este simple poeta– podrán excomulgarme por tamaña afirmación y explicar –con certeza matemática– cómo la evaluación es una piedra fundamental en el proceso educativo).  Entiéndaseme –ojalá– , amo mis clases, la interacción, la discusión con los alumnos, cuestionarlos y animarlos a que me cuestionen, que reten mis conocimientos y me acorralen con preguntas cuyas respuestas ignoro y buscarlas juntos «para desasnarnos», reírnos, burlarnos de los días grises, celebrar los buenos, empujarlos a andar –tiernos y feroces– por la vida, descubrir quiénes son y verlos asombrarse cuando se percatan de algo ignorado de tan evidente: que el profesor es un tipo más, como tantos, como ellos, de hecho un poco (¡o bastante!) más viejo pero con una historia –en lo esencial–, no por más abultada, menos parecida.  Lo que no me hace feliz –mea culpa– es pasarme las horas revisando papeles ajenos (cuando aún corregir los míos me causa una fatiga voraz e inenarrable).

En fin, preparaba el ánimo para las siguientes horas revisando exámenes y, de pronto, me pareció que algo andaba mal.  Yo había bajado la cabeza y el minuto que extravié entre papeles me pareció infinito.  Ni el más ligero ruido cruzó el aire, la calma era absoluta y, recordando quizá viejas maldades de los chicos (que fuimos) contra los profesores (que fueron), alcé la cabeza de inmediato listo para ser testigo (o víctima) de cualquier barbaridad.  Grande fue mi sorpresa cuando comprobé que nada pasaba. Nada.

Los alumnos estaban –todos– con sus computadoras abiertas y absortos –cada cual en el suyo– en mundos que desconozco, concentrados en universos ajenos, conversando quizá con algún amigo en otro salón o en otro continente. Alguno se distraería escuchando música y otros, intuyo, recorrerían las fotos de «féisbuk» hurgando la vida de quienes parecen que aman ser fisgoneados.  Ignoro qué tanto puede hacer un joven en un minuto frente a la máquina pero sé que era («eran», las cosas que hacían o veían o escuchaban) lo suficientemente atractivo, absorbente y fascinante como para tenerlos embrujados, transitoriamente enajenados y embebidos; cautivos de la computadora como el pobre Dédalo lo estuvo de su propio laberinto.

«¡No puede ser!» dije levantado la voz de manera tal que más de uno dio un salto arrebatado de su «empantallamiento» (que ni siquiera era «ensimismamiento»), «no puede ser que no hagan nada».  Me miraron como pensando «ahora sí se volvió loco», pero seguí.  «¿Qué hacen?» les pregunté y alguien (que no comprendió lo retórico del asunto) protestó: «pero, si estamos tranquilos».  Y yo: «¡Exacto! ¿No se dan cuenta?»  Y empecé a explicarles cómo, «en mi época», esos cinco minutos se hubieran convertido en un escándalo incontrolable, con todos corriendo alrededor de las carpetas, unos silbando, otros gritando y alguna pelota (o la mota o una cartuchera o muchas tizas) atravesando el salón en busca de su más o menos distraído objetivo. «¿Y ustedes qué hacen? Tienen a sus amigos al lado y ni los miran, se hunden en sus computadoras e ignoran olímpicamente a quienes están en el mismo salón que ustedes...».

Iba a continuar con mi discurso sobre la amistad real frente al espejismo de los mil amigos de «Facebook» (hasta iba a confesarles que yo tengo dos mil), cuando sonó la campana («señor Mejía, por favor callarse y dejar salir a los alumnos») y me odiaron un poco y, sí, me callé y les dije «ya vayan» y abandoné los papeles y me enterré en la máquina, tan solo y tan acompañado, y me puse a escribir este artículo que ustedes están leyendo...

Sunday, September 29, 2013

Versos y «Tuits»

Hace varios años, mientras investigaba el uso que hacían los jóvenes de las redes sociales, buscando material para escribir lo que después fue mi libro «¿Hay alguien allí?», abrí mi cuenta en Twitter (@jlmejia) y empecé a interactuar de manera aleatoria con quien buenamente me respondiera.

Como resultó que uno de mis personaje fue el «trovardozito» (sic) y escribía haikus en su cuenta de «Tuiter», me entusiasmé por el asunto y empecé a compartir, ya no como sujeto de ficción sino como escritor, mis versos en esa red. Ya había usado blogs («Solo sonetos solos», «El Entrometido») para poner «on line» mis sonetos y décimas, pero el límite de 140 caracteres agregaba un desafío que la contemplativa estrofa inmortalizada por Matsuo Bashō ayudaba a cumplir. Sin embargo, algo en esa forma (de la que supe y aprendí gracias a la maestría de Fonchín Cisneros), no terminaba de conversar con mi alma latina y hallé en las españolísimas coplas la voz que andaba buscando.

En estos años he conocido a una serie de «poetuiteros» y he aprendido que existe el término «poetuit», para referirse a una poesía escrita bajo los límites, a veces claustrofóbicos y casi siempre motivantes, de los ciento cuarenta espacios. Más aún, supe que el cantante Jorge Drexler (@drexlerjorge) –cuyo amor y apego por la poesía popular e improvisada se hizo más grande al conocer a ese decimista potente y generoso que es Alexis Díaz Pimienta (@DiazPimienta)–, inventó una estrofa que bautizó semiespinela (de cuyas características y génesis pueden leer acá), que es una especie de síntesis de la forma inmortalizada por Vicente Espinel. No menos interesante y motivador ha sido conocer a los poetas @p_v_i, @ElTopoErudito, @NicolasPoulsen y @poitevin con quienes suelo mantener largas y entretenidas conversaciones rimadas sobre los más diversos temas. Además, queriéndolo o no, pasé de las coplas a las redondillas y con ellas me las lío en estos tiempos.

Si a todo esto le agregamos que el proyecto de @DecimasCosas (la sátira teatralizada y en décima de noticias actuales) lo venimos trabajando con Benjamín Edwards (@Benjaedwards) y Christian Cortez (@elzejo) utilizando varias plataformas, incluyendo Twitter, se entenderá mi entusiasmo por este «servicio de microblogging» que cuenta con más de 200 millones de usuarios activos (más del 12% hispanohablantes).

¿A qué vino este resumen? Solo pretendía recordar, en pocos párrafos, mi historia en «Tuiter» y dejarles acá las redondillas recientes que el soberano (la gente que tiene a bien leerme en ese medio) ha considerado las más populares. No hablo de calidad (que no quiero obligar a los expertos a contradecirme), solo de versos que, quién sabe por qué, han sido los más amable recepción tuvieron. Nada más.

Si sabes, por qué preguntas 

1.
Si sabes, por qué preguntas;
si no sabes, por qué callas;
¡lucha siempre tus batallas
aunque vengan todas juntas!

2.
Sacúdete la tristeza
que a nadie le gusta el llanto,
frente a la pena, que el canto
sea toda la belleza.

3.
Sonríe. Vives, estás,
sientes, deseas, respiras.
La vida, con sus mentiras,
es verdad. Gózala más.

4.
La verdad es que la vida
tiene de azúcar y sal;
haz el bien, evita el mal,
ama, perdona y olvida.

5.
Yo no sé si la belleza
camina triste y desnuda;
sé que deslumbra la muda
soledad de la tristeza.

6.
Aunque duela el corazón,
no te ahogues en el llanto;
¡levanta la voz!, el canto
le da vida a la canción.

7. Llovió. La noche ha llorado
los reclamos de la luna.
Ya amaneció, ¡qué fortuna!
Brilla el sol, enamorado.

8.
La vida no se detiene
llega, pasa y ya no está,
pero así como se va,
no lo dudes, siempre viene.

9.
Última vez. El olvido
llega con una advertencia.
Último veo. Sentencia
que dicta un juez resentido.

10.
Mi esperanza tiene un nombre
que nadie sabe, ni yo;
dejemos que el dominó
caiga, sorprenda y asombre.

11.
Entiendo, sé, sí hay motivos
para no estar muy feliz,
duele, sí, la cicatriz,
¡pero aún estamos vivos!

Monday, September 23, 2013

Por eso

La semana fue intensa.  El viernes estaba cansado, hecho una ruina, algo de lo que comí me cayó mal y regresé al departamento sin más ganas que olvidarme de mí.  Adolorido y sentado en el sillón que hace años me acompaña, me preguntaba por qué nos habíamos mudamos a Singapur.

Vivíamos en Indonesia, el departamento que nos alojaba quedaba a trescientos metros de mi salón de clases, Imah, la incansable señora que trabajaba con nosotros, mantenía todo a la perfección (amén de que cocina delicioso), Cecep conducía con serenidad y cautela nuestra camioneta, éramos (aparentemente) millonarios (con una rupiah devaluada a un cambio de ocho mil por un dólar que, según leo, se ha devaluado un 20% más en los últimos meses) y Bali estaba al alcance de la mano.  Luego de cinco años, mi salón de clases era mi pequeño paraíso, mantenía excelentes relaciones con mis colegas, teníamos buenos amigos con los cuales podíamos pasar horas conversando alrededor de un café, estábamos entrenados para una vida social interesante (a veces intensa), y éramos parte de una comunidad latina y peruana, variopinta y llena de energía, alegría y entusiasmo, con un embajador nuestro, humano y encantador con el que solíamos devorar el sublime «mousse» de chocolate de «Plan B», el mejor restaurante de Yakarta para pasar un viernes en la noche comiendo tapas y celebrando la vida con los potajes caseros con los que Oskár nos hacía olvidar todas las razones (solo mencionaré el tráfico, la contaminación, la informalidad y la corrupción) por las cuales un lustro allá nos pareció suficiente y decidimos partir.

Khalil Gibrán decía que partir no es como cambiarse de camisa sino de piel.  Lo entendí hace siete años cuando, perro viejo ya y acostumbrado a mi lugar, a mi calle, a mi parque y a mis amigos de toda la vida, empecé a deambular por el mundo.  Cuando salí de Lima en agosto del dos mil seis, no tenía claro que el asunto era para largo y para lejos, pero fue.  Miami, Ciudad de México y Yakarta, han sido lugares donde habité, conocí gente, hice amigos, probé los mejores manjares y anduve calles persiguiendo sueños y fantasmas.  Cada lugar tuvo algo especial y siempre hallé gente con la cual compartir el pan y la palabra, esas cosas simples e indispensables que nos humanizan.

Cuando acepté el trabajo en Singapur empezaron las voces de alerta: «espero que te estén pagando el doble», «la gente allá es intratable», «es imposible hacer amigos entre los locales», «esa gente solo piensa en el dinero», «olvídate de tu camioneta», «todo es carísimo» y sería mentir si no dijera que el asunto me puso un  poco nervioso.  Singapur habia sido, hasta entonces, un refugio contra el desorden amigable pero feroz de Yakarta.  Cada vez que queríamos huir unos días de la confusión, Gaby y Rudy nos abrían generosos las puertas de su departamento y disfrutábamos de unos días maravillosos en familia, con paseos por Orchard, visitas a Sentosa y comidas espectaculares en los tantos y buenos restaurantes de la ciudad.  Sin duda, la isla no se caracterizaba por sus precios bajos pero, qué importaba, estábamos de vacaciones.

En junio nos mudamos.  Y, sí, Singapur es cara, pero no más cara que las tantas ciudades grandes en el mundo y, como todas ellas, tiene una segunda vida, una capa que no es la que se ve en las propagandas o en las visitas guiadas, un mundo inmenso (e intenso) que se desenvuelve más allá de los famosos centros comerciales, los casinos y los parques de diversiones, un país real que, como todo lo que recibe el rocío de lo cierto, tiene sus grandezas y sus miserias, sus descubrimientos y sus decepciones.  Hemos hallado, sí, al cretino que comparte ascensor contigo y es incapaz de devolver el saludo, al necio que se hace el dormido para no darle el asiento a una mujer embarazada, al infeliz que va en su bicicleta por la vereda y a toda velocidad; pero también hemos encontrado a las chicas que atienden en el café y saludan alegres de vernos y se saben de memoria nuestro pedido, al señor que se levanta para darle el asiento a la embarazada avergonzado del muchacho que no lo hace, al ciclista que baja la velocidad y pide disculpas y agradece cuando le cedemos. Hemos descubierto una humanidad como todas, como tantas, generosa y solidaria; un espacio habitado por gente encantadora que son y significan mucho más que los eventuales desdichados y pobres diablos que por allí aparecen.

El trabajo es nuevo y tiene todos los retos que la novedad conlleva, pero mis colegas son amables y desprendidos, acogedores y amigables; andar en metro es a veces tedioso pero nunca más que eso y siempre seguro y confiable; lavar platos no nos hace felices, pero tampoco mata.  Se extraña a los amigos, claro, pero ahora tenemos casas esperándonos en otra ciudad más y visitas que llegan a refrescarnos el alma y gente que nos rodea y nos hace la vida más sencilla y que serán, lo sé, los grandes amigos que extrañaremos cuando, quién sabe cuando, partamos también de estas tierras que ahora nos acogen.  

La vida es simple, pero es buena.  Caminamos mucho, conversamos más, aprendemos, gozamos lo que tenemos, pensamos en lo que dejamos, hacemos planes y soñamos.  Si todo eso es posible en una ciudad, es que esa ciudad es un buen lugar para quedarse.

Todo esto lo pensaba el viernes aún doliente y cansado.  Un par de horas después desperté, tomamos un taxi y fuimos al Conservatorio de Música.  Por noventa minutos escuchamos al «Takács Quartet», un extraordinario grupo de cuerdas que tocó a Mozart, Janácek, Smetana.  Fue un bálsamo, una mano tendida, una respuesta a mis inquietudes y un momento de paz que justificó todo lo extraviado.  A mi lado vi a mi infinita Alesia que sonreía floreciente; por eso, sobre todo por ellas, estamos aquí.

Sunday, September 15, 2013

Kopi 3

El kopi, el café singapurense, tiene un sabor particular y se debe, según descubro en la página web de «Nanyang old coffee» (cafetería que prometo visitar para comprobar eso de «mantenemos la buena práctica del tradicional café de Singapur»), a que, además de pasarse a mano (en una cafeteras extraordinarias de pico interminable con las que los encargados hacen malabares), es previamente tostado junto a una pequeña porción de azúcar caramelizada y otra de mantequilla.

El «kopi» puede tomarse en distintas presentaciones.  El clásico es el que lleva café, dos cucharadas de leche condensada, un chorrito de leche evaporada y agua (ese es «kopi», a secas).  De ahí en adelante vienen las diferentes y particulares variantes.  Si cambias la leche condensada por azúcar, tienes un «kopi C»; si no quieres azúcar ni leche condensada (solo evaporada), pide un «kopi C kosong»; si no quieres ni leche condensada ni evaporada, entonces es un «kopi O» (o sea, café negro y azúcar); si quieres solo café negro (sin leche ninguna ni dulce alguno), debes decir «kopi O kosong».  Ahora bien, algunas palabritas hacen posible personalizarlo aún más:  si deseas cualquiera variación de las mencionadas pero helada, agrega «peng» (o sea, «con hielo»); si lo quieres menos dulce, «siew dai»; si se te antoja más azucarado, «ga dai»; si necesitas un café fuerte, «gao»; si no dormiste y estás urgido de una bomba de cafeína, pues «di lo» y te dan un triple; y si, por el contrario, sufres de presión alta o no puedes dormir con mucho café en el cuerpo, pídelo «ligerito» sumándole un «poh» a tu solicitud.

Uno puede tomarse un «kopi» en cualquier «hawker centre», los tradicionales y popularísimos restaurantes (parecidos a los «huecos» y «huariques» de comida que abundan en nuestros mercados) o, en su versión moderna, en los centros comerciales (los famosos «food court» que a acá son «hawkers con aire acondicionado» porque, salvo algunos lugares «muy occidentalizados», no hay cadenas de hamburguesas ni de pizzas, sino comida oriental).

En los quioscos donde venden comida (hay de todo, pero eso será materia de otro texto, otro día), no ofrecen nada para beber; generalmente hay uno o dos locales con los «bebestibles».  Uno es la juguería (jugos de fruta recién preparados que, sin ser como los de «Las delicias» en Lima, son muy sabrosos) y, el otro, la cafetería (donde también venden té y puedes tomarlo en las mismas variedades que el café cambiando la palabra «kopi» por «teh»).

La otra opción es visitar alguno de las modernas/clásicas cafeterías.  Hasta donde sé, son dos las más famosas y extendidas por la isla/estado, «Ya Kun» y «Toast Box». Están en casi todos los centros comerciales y en algunas grandes estaciones del metro.  La primera tiene más locales que la segunda, la segunda es más moderna; la primera es simple, la segunda minimalista; en la segunda hay más gente joven y la primera es como ir a un «té de tías». Ambas sirven un buen café, las dos ofrecen tostadas y huevos.

Nosotros preferimos «Toast Box», ¿por qué? No estoy seguro, aunque me atrevo a decir que el ambiente es más acogedor (si bien ambos cafés tienen pocas duras sillas y muchos bancos ingratos con salva sea la parte, como para que no te quedes sentado allí indefinidamente).  Además, todos los locales de «Toast Box» tienen un toque personal (un antiguo radio en «Paragon», un amplio sofá en «Jems», ¡un piano en «Yew Tee»!) que los hacen particulares. A mi infinita Alesia le gusta más el café que allí sirven y para mí es una delicia volver a la infancia remojando una tostada mantequilluda en el kopi humenante.

Sin embargo, sobre todas las cosas, creo que lo preferimos porque disfrutamos, cada tarde, antes de echarnos a andar los tres kilómetros del corredor peatonal que conecta Yew Tee con el edificio donde vivimos, una conversación que incluye las novedades del día, planes, sonrisas, dos kopis y cuatro huevos duros (donde la yema, invariablemente, conserva el corazón a medio cocinar, tierno y sabroso). 

Sunday, September 08, 2013

Kopi 2

Después de preguntarme si en el Perú teníamos "el café", varios de mis caféfilos amigos y lectores (perdóneseme el cacofónico neologismo pero eso de «cafeinómanos» me pareció demasiado) me escribieron dándome sus propia versión de lo que sería el mejor café peruano.

Intuyo que haber mencionado el «kopi luwak» indonesio creó una inocente confusión y un par de ellos me hablaron del tipo de café antes que del producto en sí (o sea, no me refería al «arábica mezclado con robusta en partes iguales» ni si «el de Chachapoyas tiene más cuerpo que el del valle de La Convención»); yo solo tenía la curiosidad de saber «cuál es el café (vamos, la cafetería) que no me puedo perder si voy a Lima».

Lo cierto es que, aún llevando rumbos distintos a mi pregunta, me sorprendió leer a Eduardo que me decía que «en Perú ya hay una variedad de café "procesada" en el tracto digestivo de un armadillo», noticia que Pedro confirmaba (con nota periodística incluida —que en eso, obviamente, el abogado fue más detallista que el ingeniero de sistemas—) explicándome que el animalito de marras es el coati y su producción (o sea, los granos que traga, digiere y expulsa —y que la empresa procesa y vende a buen precio—) se denomina «Café Tunki» (que, excúsese el coprolálico pero fundamentado titubeo, significa «duda» en quechua).

Ahora bien, si de cafés  se trata (cafeterías, locales, lugares a donde ir, sentarse y tomarlo —memorable y sabroso—, con calma y leyéndose un periódico o conversándolo con un amigo), el asunto se pone más peleado, tanto que ya no sé dónde empiezan mis propias lealtades y dónde las de mis lectores.

La «San Antonio» tiene muchos leales pero hace trampa, con esos sánguches espectaculares, ¡nadie se fija en el café! El «Café Café» también entra en la competencia, aunque la vista y el viento frío (hablo del de LarcoMar), le juegan a favor; ¡abrazarse a la taza humorosa en medio de la brisa marinera y helada es imprescindible! Por su puesto que no falta el nostálgico que recuerde el café del «Haití» (que allí pesa la tradición no el sabor) y, por vecindad (y bondad), el de «La Tiendecita Blanca» (cuyas mozas tan bien trajeadas y tan eficientes hacen de cualquier café un manjar).  El «Manolo» quiso entrar al baile pero, no pues, allí lo famoso es el chocolate (¡y los churros!) y, claro, quien mencionó el «Havanna», lo hizo por sus alfajores.  Uno que no conocía es el «Cafe Verde» que recibió una apasionada defensa de Rudi: «Café 100% peruano, tostado y molido in situ. Uno de los mejores de Lima»; habrá que probarlo.

Como es obvio, abundan los despistados defensores de lo imposible que se mandan con que el mejor café de Lima («¡y del mundo!») es el «Starbucks»; aunque estoy seguro que cada vez que va a uno de sus locales (para conectarse gratis a Internet) piden ese «milshake» dulcísimo, de tres mil calorías, que es el «Frapuchino» (con crema, claro).

El más sentimental fue Juan Luis, que me escribió: «¿Cafés? Aquel  pasado gota a gota, de velorio y amanecida... de los viejos buenos tiempos... Mi mamá le decía "cafiote" y mi papá "café de cholo"».  Lamentablemente la modernidad, tan cobarde ante la muerte, manda a nuestros muertos a los velatorios (¿alguien dijo «negocio»?), acartonados, fríos, extraños, donde «por una módica suma podemos poner el café» y ese ya no sabe a familia reunida para recordar al que se fue sino a proveedor barato en cafetera infame (que cierra a la once de la noche).

Tampoco faltaron los que se saltaron el café peruano (aunque entiendo que, de tanto escuchar el entusiasmo de Gastón Acurio, actuamos, a veces, con chauvinismo gastronómico). Uno me recomendó: «All you need now is to visit France, to taste "le café" French-style; sipping your small expresso while sitting on a stool at the counter in a cafe» (¡ya iremos Stéphane!); y otro (Jorge) me dio tal lección cafetera que merece un artículo completo, pero me quedo con esta parte (porque, además, es una descripción que, en algo, se asemeja a la del kopi singapurense): «quizás me atreva a sugerir el café vietnamita: es un percolado de café con infusión de achicoria que gotea y gotea desde una ollita de metal hacia el fondo del vaso que, a su vez, contiene leche condensada».

Claro, la pelea final, «el mejor café del Perú», la ganó (no por el número sino por la calidad, cafetera y personal, de sus votantes) el «Café Bisetti» de Barranco (que también tiene el «Arabica Espresso Bar», en Miraflores).  Jaqui, periodista de pluma honda y precisa, y Benjamín, publicista y cafetero impenitente, lo alabaron sin restricciones.  Cuenta Benjamín, amigo entrañable y perseguidor de expresos (los bebibles, no los prófugos), que en el Bisetti le dieron el secreto del buen café: «1/3 el café, 1/3 el barista y 1/3 la máquina».  ¿Y ustedes, qué opinan?

Sunday, September 01, 2013

Kopi

http://daneshd.com/2010/02/28/a-rough-guide-to-ordering-local-coffee-in-singapore/
La foto no es mía, se halla en el artículo
«A Rough Guide to Ordering Local Coffee
in Singapore» de Danesh Daryanani,
a quien no conozco pero cuya nota
sobre el kopi agradezco.
A mi infinita Alesia le gusta el café, es más, lo necesita, lo prefiere fuerte y sin azúcar, si quiere algo dulce (asumiendo que no le baste con su  sonrisa), un chocolate o unas galletitas pueden acompañarlo, pero casi siempre lo disfruta así, simple y amargo.  Yo, que no tengo ni su constancia ni su fuerza, le tengo que poner azúcar.  Además, no sé si me gustan tanto o si lo que más me entusiasma es ese momento que compartimos conversándonos las humeantes tazas (aunque los treinta grados de temperatura de Singapur sean más para el «Milo» helado de mi infancia —que en Singapur, donde es muy popular, le dicen «maylo», pronunciándolo cómo en inglés— o, mejor, en su versión «extra» —el «Milo Dinosaurio»—, que consiste en la leche chocolatada y mucho hielo, todo bañado en un par de generosas cucharas soperas de ese chocolate granulado).

En el Perú tomaba poco café, era más de infusiones (el sabor del té nunca me ha convencido) que evitaban que echara azúcar.  Manzanilla, sobre todo.  La hierbaluisa era rara y solo había en las casas donde (como en la de Mati) la sembraban (aunque siempre sospeché de la mala leche de la decena de Jack Russel Terriers y el Dóberman que hacían de las suyas en el jardín inmenso de La Planicie).

El café en el Perú (corríjaseme si miento) es muy popular, pero nunca solo. Un país que se precia de su comida, que tiene una infinidad de dulces, galletas, bocaditos y tentempiés, no podría cultivar la tradición del café en solitario (como el castizo «café bebido»), imposible.   Nosotros debemos «acompañarlo» porque eso es lo compatible con nuestro espíritu gregario.  Así como todos los platos fuertes salen casi invariablemente «con arroz» (absurdo muy nuestro, que le dimos la papa al mundo y después se nos dio por sembrar y comer arroz), de igual forma, el cafecito viene «al menos, con su galleta más».  Por lo general, las cafeterías y restaurantes preparan un café aceptable, cuando no sabroso, pero, lamentablemente, no recuerdo «el café» cuya nostalgia me perturbe (¿alguna recomendación?).

Del casi año que pasé en los Estados Unidos no guardo ningún café memorable, aunque debo de haberme tomado varias decenas de capuchinos en el «Gran Inka» de Key Biscayne, donde pasé tantas horas leyendo y escribiendo, siempre atendido por Carla, toda ella inolvidable.  Recorrí, lo sé, varios de los muchos restaurantes que abundan en Lincoln Road (en uno descubrí —para serle siempre devoto— la «mozzarella di bufala campana», pero esa es otra historia) y debo haberme despachado infinidad de capuchinos con tres o cuatro sobres de «Splenda» —ese edulcorante que dicen, ¡claro!, que no da cáncer—, pero no hubo aquel que pudiera quedarse conmigo como para celebrarlo ahora.

Creo que fue en México donde me reencontré con el «azúcar rubia» (por eso del cáncer que generan los edulcorantes, aunque, puestos a apostar, supongo que el infarto le lleva ventaja a cualquier odiosa neoplasia —¡qué nombre tan lindo para algo tan feo!—) y no sé por qué sospecho que eso hizo que mi dosis de café (siempre con leche) fuera en aumento. Creo acordarme de haber tomado infinitos capuchinos —calientes y helados— en muchos de los casi doscientos Sanborns alrededor del país (especialmente en el de Plaza Loreto, que me quedaba al frente).  Allí pasé tanto tiempo que solo recuerdo que, entre café y café, me leí todos los diarios locales que allí prestaban, tratando de entender a un país que, siendo maravilloso y teniendo gente tan padre, se desangra en matanzas feroces y se deshace en medio de una corrupción salvaje.  Ingenuo yo.  Las respuestas se hallan encriptadas tanto en los «corridos» (y en los «narcocorridos», sus hijos bastardos) como en las «calaveras», delirantes y burlonas, que se escriben por el día de los muertos.

A Indonesia llegué leyendo que producía el famoso (¡y carísmo!) «kopi luwak», cuyos granos son rescatados de las heces de un mamífero carnívoro que se llama «civeta de las palmeras». ¿Prejuicio escatológico o económico?, no sé, pero no me convencieron ni su origen ni los diez dólares por taza que les cobran a los sorprendidos «bulé» (blanco tonto). Además, el café puro (como el cubano que sirven en Miami, que es capaz de sacarlo a uno de un coma profundo) nunca ha sido mi predilecto; tanto me gusta la leche que ni siquiera mi intolerancia lactosa ha conseguido que abandone el regalo de las apacibles vacas.

Sin embargo, mi infinita siempre persiguió buenos cafés y eso nos hizo asiduos transeúntes de las calles de Yakarta y buscadores de cafeterías.  «Anomali» se queda con el primer lugar y su local primigenio (ese, tan simple y tan rústico, en Jalan Senopati), con mi preferencia.  «Coffee Bean» y «Starbucks» se convirtieron, en una ciudad invadida por motocicletas y sin aceras, en un mal necesario (y agradecido).  En nuestros últimos meses en el país de las diecisiete mil islas, fuimos (mea culpa) asiduos al Starbucks que abrieron al frente del edificio donde vivíamos, hallamos que su «mediocridad estandarizada» era razón suficiente para evitar el insufrible tráfico de Yakarta.

Hasta que nos mudamos a Singapur...

Sunday, August 25, 2013

Elisa y Kailin

Cuando uno vive en el extranjero siempre anda buscando cosas que lo conecten a lo que es, a su esencia, a eso que se lleva guardado en la memoria emocional que llamamos «alma». Ahora bien, vivir en Singapur, en esta isla del sudeste asiático que tan amable nos recibe, es hacerlo no solo muy lejos de la familia y de los amigos sino, también, del idioma, de las palabras que nos definen, de los cuentos de la infancia, de las canciones que marcaron o desmarcaron nuestra juventud.

La lengua se nos va alejando y un día, de pronto, uno se sorprende a sí mismo —con más vergüenza que horror— conversando en (pésimo) inglés con otro hispanohablante. Cuando eso ocurre hay que tomar medidas drásticas; conectarse con las radios del país de uno (que son elementales, pero criollas); leer los periódicos nuestros (bueno, de ellos, pero no queremos hablar de política hoy día); buscar en la computadora las canciones que grabamos hace tanto, antes de irnos; llamar a los hermanos, a la exmujer o a cualquiera que nos escuche con trece horas de diferencia o aferrarse a la palabra de los grandes, conversarse un café con Borges, aliviar un tinto con Neruda o charlar con Vallejo recordando a la «andina y dulce Rita, de junco y capulí».

En esas circunstancias, cuando uno está paseando por esa vitrina inmensa de deseos y vanidades que se inventó el señor Zuckerberg, encontrarse con el fresco mensaje de una muchacha que dice «¡Hola! Soy uruguaya de origen y relativamente nueva en Singapur. Soy cantora/compositora y este viernes 16 es mi cumple y voy a tener un concierto GRATIS en Artistry cafe. Pasen a saludar», resulta emocionante y atractivo (y, no, no fue el «gratis» escandaloso el que llamó mi atención sino la noticia de saber a una cantante uruguaya tan lejos de sus pagos y tan cerca de nosotros).  Así que decidimos con Alesia «ir el viernes al centro», y fuimos.

Uruguay es un país que jamás he pisado y, sin embargo, me es muy querido.  Si en la adolescencia milité en la «Defensa de la alegría» con Mario Benedetti, en la juventud me pasé muchas temporadas en «El pozo» que Juan Carlos Onetti descubrió (que no excavó) para nosotros.  Sobre todo, una de mis más respetadas maestras, y entrañable amiga, es uruguaya.  Raquel García fue quien, en los días del doctorado de Literatura (sí, ya sé, debo la tesis), nos hizo digerible a Onetti y nos guió por ese mundo que el escritor pinta, a veces tan sórdido y siempre, felizmente, tan humano.

Llegamos.  El café era pequeño y acogedor, la atención remolona pero entusiasta, las sillas incómodas pero generosas.  Elisa, que así se llama la cantante, se hallaba en la puerta, fresca y luminosa; adentro, un par de personas hacían las pruebas de sonido.  «¡Feliz día!», «bienvenidos, gracias, por acompañarme, adelante...», pasamos y, como era temprano («y los latinos siempre llegan tarde»), conseguimos un espacio al final de la mesa interminable que ocupa la mitad de ese café/galería.  Más allá estaba el escenario y muchas sillas desparramadas (que fueron milagrosamente reproduciéndose y ordenándose a medida que la gente arribaba).

El espectáculo empezó con «Gracias a la vida».  La voz de Elisa García comenzó suave y, poco a poco, fue capturándolo todo, poderosa y abarcadora.  Violeta Parra, lo sé, se habría alegrado de saberse cantada, respetada y agradecida, tan lejos de su Chile.  Al lado de Elisa, un violín magnífico hacía las delicias del público con unos solos que mostraban no solo el profesionalismo de quien ha dedicado años al instrumento sino, sobre todo, una comprensión apasionada de la cultura latinoamericana (luego entenderíamos que Elisa es la pasión que hace de Kailin Yong un amante de música latina).

Luego siguieron un par de horas maravillosas en las que nos embarcamos, llevados por a voz de Elisa y el violín de Kailin, en un viaje que incluyó tango, cumbia, huapango, samba y nueva trova.  Fuimos de Argentina a México, de Silvio Rodríguez a Alfredo Zitarrosa, de emoción en recuerdo y de felicidad en nostalgia. Cantar «La maza» y preguntarse cuánto de «servidor de pasado en copa nueva» hay en nosotros; acompañar el «cucurrucucú» de la paloma y recordar a Miguel Aceves Mejía; alegrarse de escuchar «El día que me quieras» y decirse «sí, ríe la vida, aunque sus ojos no son negros sino verdes, como la esperanza».

Y para que la jornada fuera completa, qué mejor que disfrutar de las propias composiciones de Elisa, dos de ellas en especial, «Mar» y «Solcito», cuyos ritmos, íntimos, delicados, alegres y emocionantes dieron un aire mucho más familiar a una reunión a la que la gente fue llegando conforme pasaban los minutos y cuyo entusiasmo fue en alza de la mano del talento de los artistas (y, claro, de la espuma de las cervezas).

El cierre, atrevido e interesante, fue una samba mezclada con música electrónica.  El talento de Siva Sai Saravanan, el artista invitado, permitió acrobacias rítmicas, no solo con las melodías sino con la misma voz de Elisa que, grabada "en vivo" y repetida al unísono, como si de un coro se tratase, llenó todos los rincones de la sala con el feliz y pegajoso ritmo brasileño.

Caminando por la calle Victoria, de regreso a casa, con mi infinita Alesia tomándome del brazo, me parecía que el mundo era mejor, que todavía la humanidad no ha cantado su última canción.

Sunday, August 18, 2013

Viernes por la noche

La semana fue dura.  Primeros días de clases.  Los jóvenes siempre jóvenes y nosotros, los profesores, un año más viejos.  País nuevo, mudanza, estar a medio estar, entre las paredes aún sin los cuadros, que miran impacientes desde el suelo, los pocos libros que han sobrevivido mis andanzas aún en las cajas, el sillón rojo todavía abandonado sin un sofá que lo acompañe, el comedor inexistente, la tetera fungiendo de jarra y el barrio que habitamos aún el misterio que vamos resolviendo poco a poco con las caminatas vespertinas.

Cuando camino —perdóneseme la manía de saltar de asunto en tema tan villanamente—  no puedo dejar de pensar en mis padres.  Ellos caminaban Lima y, cada tanto, mi papá, en medio de sus discursos interminables de los que solo mi madre sabía llevar el hilo, se detenía, volteaba y le hablaba mirándola, como si eso que estaba pronunciando no pudiera decirse viendo el horizonte y fuera imprescindible hacerlo también con los ojos.  Tampoco puedo dejar de pensar en mi amigo Pato, tan humano, que allá, en Buenos Aires, camina desde hace tres décadas con Marisa, la muchacha aquella que se encontró en la cola para matricularse en la universidad y con quien debe haber andando, feliz, miles de veces, las mismas veredas que Borges fatigó, viéndolo todo, tan ciego.

Decía que la semana fue dura y nos encontró más viejos (y miento, porque ella es infinita y lo infinito no conoce el paso del tiempo) y así el viernes llegó, como un salvavidas, con sus sonrisas, sus pausas, sus celebraciones.  Nos encontramos en el metro, como en las películas.  "En el primer vagón". Solo que yo, siempre en la luna, estaba en el otro lado del andén, yendo en sentido contrario.  "Baja en la próxima estación y yo subo en el siguiente tren, siempre en el vagón del comienzo" y allí estaba ella, sonriente, siempre, entusiasta, siempre, dulce y serena, feliz y llena de esa energía que es tan suya y que es mía, porque me la robo y porque ella la comparte generosa.

"Vamos al centro, se presenta una cantante latinoamericana en un café".  Y fuimos.

Hay que decir que esas calles son distintas.  Ahora que ya no somos turistas, ahora que Singapur es donde estamos y que decidimos mudarnos a un barrio casi sin extranjeros, las calles del centro, tan pobladas de turistas y expatriados (esa linda palabrita, tan prima hermana del exilio, el pariente pobre) nos parecen otro mundo.  Empiezo a creer que dos Singapures cohabitan en esta isla, ese, de turistas y ejecutivos, que empieza en el aeropuerto de Changi, salta a los centros comerciales de Orchard y se da una vuelta por los casinos de Sentosa; y el otro, el que nos cobija, el de carne y hueso, el "de a verdad", el que busca su identidad en la fusión de tres culturas que conviven tercamente en paz, el de los grandes edificios de apartamentos (HDB), los "hawkers", el "chicken rice" y el kopi que tan amablemente va engordándome con sus dos cucharadas de leche condensada que endulzan ese café, negro y poderoso, capaz de hacer saltar el corazón más viejo como si se tratase del de un chiquillo.

Las calles del centro están pobladas.  Es viernes y todos han decidido que hay que cansar la fatiga de la semana saliendo y celebrando la vida, reafirmándose en el entusiasmo, encarando el desaliento de los músculos y extenuando el agobio, confundiéndolo.  Estamos en la calle Victoria —como mi madre, como mi hermana, como esa promesa de donde se agarra la vida— y caminamos hasta la Pinang.  Es un barrio bohemio.  Allí puede toparse uno con un concierto, una sesión de jazz, bares, cafés y uno que otro establecimiento de luces llamativas y puertas sospechosamente discretas.

Nosotros andamos del brazo, conversando las calles.  Buscamos, sin apuro y entusiastas, el establecimiento donde nos han prometido un concierto de música en castellano.  Lo encontramos.  Se llama "Artistry". Cuadros en las paredes, una mesa larga, un sillón, una barra, sillas desparramadas, esperándonos.  Hay flores cerca de la entrada.  Saludamos a la cantante, joven, entusiasta, llena de vida.  Está sola, ordenando y ordenándose, preparando el espacio y el alma para cantarnos.  Se llama Elisa García, es de Uruguay.  Su pareja, Kailin Yong, es de Singapur; por él ella está acá.  Todo eso pregunto, todo eso responde Elisa con amable paciencia. Nada más sabemos. Por ahora.

"¡Buena suerte y feliz día!"  Elisa ha decidido ofrecer un concierto en la fecha misma de su cumpleaños y acá estamos, para celebrar con ella, para celebrar la vida, para celebrarnos.

Sunday, August 11, 2013

Los chanchos vuelan (2)

Si la ida me pareció mala, la vuelta estuvo a punto de convertirse en una tragedia.

Cuando partí de Changi el asunto se veía feo.  Si bien traté de ser previsor y compré boletos en "Economy Comfort seats" (pagas un poco más y tu asiento tiene 10 centímetros más que el del común de los turistas, suena poco pero, allá arriba, a diez mil metros de altura y en vuelos de doce o trece horas, puede ser la diferencia entre la resistencia heroica y un ataque de claustrofobia), uno no puede evitarse los vecinos complicados.

Llego a mi asiento y veo, en el sitio del medio (yo siempre escojo pasillo porque prefiero que me molesten con "permiso voy a baño" antes que molestar yo con lo mismo) me encuentro con un señor que deambulaba entre la sesentena y la setentena.  Alemán o austriaco u holandés, quién sabe, grande, bigotudo y con cara de perro, que me mira (supongo) maldiciendo la hora en que le toqué de compañero de vuelo.  Me siento, trato de sumir mis excesos de la mejor manera, de arrinconarme contra el pasillo, de no moverme, de ser, por una vez en mi vida, ligero, tenue, de movimientos controlados. Vano esfuerzo.  Soy gordo.  Y los gordos necesitamos espacio.  Veo de reojo que el sujeto acumula incomodidad y está a punto de decir algo.  Sin embargo, una vez más, la diosa Fortuna (esa que jamás me ha fallado) me libra de la cólera del anciano.  Al otro lado, pegado a la ventana, se encuentra un sujeto en sus cuarenta, estándar, común y corriente, pero que, arropado en su sueño (estaba acurrucado desde antes de que el avión partiera y se mantuvo así hasta que llegamos a Ámsterdam) se dedicó, todo el viaje, a dar vueltas sobre sí mismo para malhumor de mi verdugo que, nadie sabe para quien trabaja, terminó pidiéndome amablemente, tres o cuatro veces, permiso para "ir al baño" y librarse por un rato del odioso vecino.  Y hasta sonrió.

En Holanda me duché (nada como el agua para parecer un ser humano nuevamente, aunque otro día hablaré del aeropuerto, los "executive lounge" y todo eso).

El vuelo a Nueva York fue una maravilla.  Me tocó una familia de cuatro que había escogido dos asientos en una fila y dos en la siguiente.  Los hijos, preadolescentes, estaban al lado de la ventana y los padres en el asiento del medio. En mi fila se encontraban las mujeres que, para mi fortuna, eran delgadas como un suspiro y amables.  Estaban en lo suyo que era conversar o pasar el rato leyendo quién sabe qué o dormitando.  Mis abundancias pasaron desapercibidas (es un decir) y el viaje trascurrió en paz.  Fui más que feliz parándome y dejándolas ir al baño setecientas veces y la madre (contemporánea mía, pero madre al fin) hasta permitió que subiera ligeramente el brazo del asiento que empezaba a maltratarme.

Echarle a Nueva York la culpa de mi peso sería una injusticia.  Sin embargo, no dudo en sindicarlo como cómplice de mis antojos y corresponsable de los kilos que me traje (con sus "delis", sus "diners", sus kioskos con jugos de frutas, sánguches y dulces, y sus miles de restaurantes).  El hombre que regresaba a Singapur era ligeramente (nótese el adverbio) más amplio que el que llegó a la Gran Manzana y ese sujeto, "ay, mísero de mí, ay, infelice", llegó a un avión que era de otro modelo y en el cual, el mismo asiento que tan cuidadosamente elegimos, quedaba en la primera fila.

Es la más codiciada, le da al pasajero un espacio interminable para estirar las piernas y solo le obliga a aprenderse cómo abrir la puerta de emergencia (y con suerte no pasa nada y con mala suerte el avión se estrella haciendo inútil el aprendizaje) y lo confina a unos asientos que, en vez de brazo, tienen una placas de metal que separan los asientos.  En la primera fila, si eres flaco, ni cuenta te das, pero si eres gordo...

"Lucky you sir, you have the first line!", me dijo la azafata o sonrió insinuándolo. La odié un poquito.

No. A ver. Las caminatas a lo mejor contrarrestaron los helados y bajé de peso. Hagamos el intento. Total, puedes estirar las piernas. Vamos. Sonríe y ya. Adelante. Siéntate... No, claro, no bajé, seguro que subí. ¿Y ahora? "Resistiré, amor, resistiré".

Diez minutos.  No resisto.  Las venas, que no es las lleve mantenidas a la perfección, empiezan a resentirse y la falta de circulación sanguínea y el dolor se hacen insoportables. Al diablo.  Me libero del cinturón, me levanto furioso. "Sorry, miss, sorry, but I do not fit in here", la azafata que me mira sorprendida, que "un momento", que va, que viene, que "no se pueden hacer cambios hasta que despegue el avión", la supervisora, yo de pie, cara de loco, sir, sorry, hablan, se dicen quién sabe qué, se acercan a un pasajero, niega con la cabeza, a otro, que no, a otro, a la tercera va la vencida, sonrisa, "thanks", "no problem" "thank you very much", sonrisa, sentarse, cinturón y al aire. Aunque no tenía a nadie a lado, fue el vuelo más incómodo y odioso que he tenido.  Vaya uno a saber si es cierto eso de lo psicosomático, lo cierto es que no dormí y solo me sacudí el mal humor con el duchazo que me di en Amsterdam.

El último tramo fue en el sitio de siempre.  A mi lado se sentó un tipo flaco y alto que, sospecho, comprendía (en sus larguezas) mis problemas (y anchuras).  Dejó el brazo del asiento en alto y se dedicó a trabajar en la computadora.  Yo me comí dos helados.

Mañana, como todos los lunes, empiezo la dieta.

Sunday, August 04, 2013

Mi Casa

No se crea que mi silencio nace de la flojera (vieja amiga de largas jornadas, que no es de gentil negar pero que ya no invoco, tanto). 

Sucede que han sido quince días feroces entre la "semana de asentamiento" (traducción mía y espantosa de "settling in week"), la bienvenida, las cenas, las charlas "de adaptación", la nueva cuenta bancaria, el nuevo número de teléfono, la búsqueda de departamento, la negociación con los agentes (el de los dueños y la nuestra, que siempre son dos y los paga el dueño, salvo que el alquiler sea por menos de tres mil dólares y, entonces, mala suerte, pagas tú) y la administración del colegio (que finalmente es quien garantiza los pagos), la firma de una especie de "carta de intención", la revisión milimétrica (y aburrida) del lugar (en Singapur donde el más común y corriente de los departamentos privados pasa los setecientos mil dólares los dueños suelen ser quisquillosos), las fotos, más firmas, el traspaso de los servicios (agua, luz y gas no se asignan a una dirección sino a una persona, así que si te vas sin pagar igual te persiguen), el GIRO (que ellos pronuncian "yairo"), que no es otra cosa que el débito directo de tu cuenta de ahorros, con lo cual se evitan —ellos— los "este mes no me alcanzó" —tuyos—; y la compra de los electrodomésticos y los muebles (¿para qué escogimos un departamento desamoblado y sin aparatos eléctricos?, ¡si uno hubiera sabido los mil tipos de lavadoras y secadoras que existen!) y buscar la cama (¿tienen idea de los precios y de las infinitas opciones de colchones, almohadas y frazadas que en el mundo son y cuánto se demoran en mandarla del salón de exhibición a tu dormitorio?) y el sofá-cama ("por favor lo necesito para mañana que no tenemos dónde dormir") y entregarle los huesos por una semana al comprado en IKEA (donde, si eres, como yo, inútil y no tienes carro, debes agregarle al súper precio el 8% del valor total para que te lo armen "porque en IKEA no armamos los muebles para que usted disfrute la experiencia y así bajar los costos" y otros cincuenta y cinco dólares por el transporte, "porque en IKEA dejamos que usted transporte sus muebles para abaratar los precios") y, finalmente, la mudanza, o sea, la llegada del contenedor con las cuatro pilchas de las que uno no supo deshacerse (y, claro, si tienes mala suerte, la nueva administración del condominio ha decidido que no se pueden hacer mudanzas los fines de semana, así que debes ver cómo te escapas de la oficina cuando tiene cien reuniones y mil cosas que aprender y preparar antes de que lleguen mil quinientos alumnos), los señores que vienen cargando los 49 bultos ("una nada", según dicen los amigos gerentes que tienen más años —y presupuesto— cambiándose de países con sus familias) y las fotos que el encargado le toma a todo ("como evidencia, señor") y "cuidado con el piano" (y, "¡sí!, funciona") y "los libros acá" y "la ropa allá" y la cama (esa, la recién comprada, que aterrizó bondadosa, el mismo día) y todo lo que falta; que la escoba, el trapeador, el balde, la franela, la aspiradora (a estas alturas me pregunto si habito un departamento de cien metros cuadrados o si soy el encargado de una línea de abastecimiento militar en mitad de una feroz guerra de guerrillas) y las sillas y la mesa y el sofá (que siguen siendo una promesa) y los marcos con cien mil fotos de esas, "engaña nostalgias", abandonados contra el muro de la sala (porque en Indonesia era tan fácil colgarlos impunemente y ahora, acá, en la civilizada Singapur, me dicen que no, "mejor no pongas clavos que luego te va a costar una fortuna reparar la pared" —amén de la media fortuna que cuesta ponerlos—) y el cable con sus cuchucientos canales ("solo hasta el miércoles, para que vea qué le gusta") entre los cuales hay que escoger todo aquello a lo que se anime el presupuesto e Internet ("fibra óptica es mejor y más barato", pero, claro, se demoran un mes en conectarla) y la espalda que duele (y duele) porque a uno, gordo y fuera de forma, se le ocurre hacerse el valiente y ponerse a barrer con un escobillón minúsculo y odioso que, sin embargo, se veía lindo en la tienda (mi admiración y respeto a todos los barrenderos del mundo inmortalizados por Cantinflas) y los supermercados abarrotados (acá todos están comprando) y los restaurantes (los baratos y los caros) con colas interminables (porque los que no están comprando, están comiendo, que en Singapur "a todos les gusta comer pero nadie cocina") y el calor que no se rinde (son treinta grados en promedio casi todos los días) y, encima, los ciclistas que (¡San Gervasio los castigue!) han decidido que la vía peatonal es menos peligrosa que la pista (o sea, estrellarse contra un infeliz es menos riesgoso —para ellos, que no para el caminante— que hacerlo contra uno de los buses de transporte público) con lo cual arruinan lo maravilloso de las veredas y los parques que abundan...

No diré más.  Mañana es el primer día "con todos los profesores" y tenemos unas tres mil quinientas reuniones de coordinación, de las cuales las que más me interesan son —no hay que ser adivino para suponerlo— las que servirán para determinar las formas, modos y extensión de los cursos que dictaré (ya sé que a algún malpensado se le ocurrió que iba a escribir "los desayunos" que, dicho sea de paso, son soberbios). 

En una semana más llegan todos los alumnos y allí estaremos, en las trincheras, como siempre, aunque cada vez parezca la primera.

Ah, mi condominio (corrijo, "el condominio donde queda el departamento que alquilamos") se llama "Mi Casa" (a la foto me remito) y —"a pesar de los pesares"— nos gusta —y mucho—. 

Ya escribiré más al respecto.  Por ahora me quedo con esa frase, tan mexicana y tan querida, "mi casa es su casa" y, sí, acá, usted, tú, ustedes (avisen, no más, que solo hay un cuarto de huéspedes) tienen, ya lo saben, su casa en "Mi Casa", que queda en Choa Chu Kang o "CiCiKei", como dicen los locales.  El kopi del "hawker centre" más cercano (diez minutos andando) es delicioso y solo cuesta un dólar. ¡La casa invita!

Sunday, July 21, 2013

Los chanchos vuelan

Supongo que el sobrepeso me da libertad para hablar del asunto.  La frase "este cree que los chanchos vuelan" se ha usado tradicionalmente para señalar al ingenuo; nace del supuesto de que los cerdos "no pueden volar porque son gordos" y, por ende, solo alguien muy tonto podría suponerlos cortando el aire como un águila. Mucho más certera sería la máxima si reemplazáramos a los chanchos por las avestruces —aladas, inmensas e incapaces de alzar vuelo—, pero el asunto elemental —las alas— se ignora para darle relevancia a los kilos.

Si siempre fui gordo (perdón, "sí, siempre fui gordo"), son contadas las circunstancias en las que he sentido que esos kilos son un verdadero problema (y es acá donde el chancho que no vuela viene a cuento), y casi invariablemente está involucrada una silla, un sillón o un asiento (porque mis dramas con la ropa los solucionaron los sastres y "Big & Tall" —que por alguna acomplejada razón que ignoro se llama ahora "Casual Male"— y mis líos con la salud los tengo en jaque a fuerza de caminatas —el mate se lo dejo al infarto, pero no nos pongamos agoreros—).

Entendámonos, no estoy acusando a las sillas (¡pobres ellas!, que tan estoicas me toleran, bueno, casi todas).  Tampoco es que guarde un especial rencor por el carpintero (profesión notable y ennoblecida hasta en la Biblia), el ingeniero o el empeñoso operario de la máquina que fabrica asientos por miles.  Para más señas, el asunto no es con la silla toda, sino con una de sus partes: ¿con qué otro fin que no fuera torturar a los gordos pudieron haberse creado los brazos de las sillas?  Algún ingenuo dirá que para descansar los codos, pero yo creo que se trata de una conspiración.

Ir a lugares públicos y verse sometido a la tiranía de la estrechez de una silla es, por lo menos, infame.  Más cuando se es joven y tímido (ya sé que no me creen, pero era) y uno anda de primera cita con la chica aquella a la que ha invitado a compartir (al menos) "el pan y la palabra".  Con el paso del tiempo (y de los kilos, que, en realidad, no pasan sino que se asientan —pero asientan también, y eso es lo bueno, el carácter—) el asunto se hace manejable.  Hoy, sencillamente, en el lugar al que vaya pido que me cambien la silla "por una sin brazos" que los comprensivos mozos siempre, hasta ahora, han encontrado.  Otro espacio terrible es el de las butacas de los cines y teatros; felizmente, y por eso de la competencia, las salas se han hecho más modernas, han elevado sus estándares de comodidad y han anchado sus sillas.

Donde me encuentro vencido es en los aviones.  Algún cerebro maligno decidió que el promedio de los seres humanos ocupa un espacio brevísimo y allí no hay forma de que alguien nos cambie la silla "por una sin brazos".  Hace un tiempo descubrí, para mi suerte, que viajar acompañado de Alesia es (además de por muchas otras causas esenciales) un regalo de la diosa Fortuna.  Y es que el torturador que funge de ingeniero de aviones tuvo una debilidad y se le ocurrió que los brazos entre los asientos pudieran levantarse; así que, mi infinita, me cede generosa parte de su espacio y puedo yo apacentar mi humanidad plácidamente sin temor a incomodarla.  Además, ella es feliz utilizando mi hombro de almohada y yo puedo estar en el avión sin sentirme atrapado ni fulminado por las miradas de mis vecinos. Maravilloso.

Claro, la desgracia siempre nos respira en el cuello y el otro día hube de embarcarme, solo, triste y sin espacio extra, en un avión que, con alguna escala, iba a tenerme más de veinte horas esclavo de la brevedad de sus asientos.  Los detalles, sí ya sé, se los cuento la semana que viene.

Monday, July 15, 2013

New York without you 

New York without you was grey, 
no dreams, no flowers, no light; 
for what I want, my love, to stay 
if this, without you, is a lie? 

Cuando Anne-Marie y John me recomendaron despreciar los hoteles de Times Square y buscar refugio en un "loft" de Upper West Side, yo acepté agradecido el consejo de quienes conocen bien el laberinto cuadriculado de la isla de Manhattan. "Es lo ideal", me dijeron, "una zona residencial, tranquila, sin los ajetreos y apuros de los turistas, con infinidad de tiendas y pequeños restaurantes, a un paso de varios museos y al lado de Central Park". Yo iba (fui) a tomar un curso que me habilitara (esperémoslo) para enseñar "Spanish AP" (una clase de español avanzado cuyo examen externo permite, a los alumnos que la aprueban, sumar ciertos créditos universitarios) y mi infinita Alesia para pasear por museos, escuchar algún buen concierto y disfrutar de esa ciudad que ha sido narrada y cantada incansablemente.

El Destino, dios de todos los dioses, torció nuestra voluntad y terminé viajando solo —los días indispensables para recibir las lecciones— para, casi de inmediato, emprender ruta a Singapur, donde Alesia, aún sin piano pero siempre con música, me espera. Llegué al JFK (uno de los tres aeropuertos que sirven a la isla) y estuve una hora en Migraciones. Nada más lento que caer en la fila del guardia, estadounidense de primera generación, que revisa afanoso nuestros papeles como si todos fuéramos sospechosos de querer instalarnos indefinida (e ilegalmente) en "el sueño americano". Después, otros noventa minutos en la cola del taxi ("no sé qué pasa hoy día, chico", me decía un cubano eléctrico que ofrecía un bus "que sale ahorita, chico, a gran central, chico, y solo dieciocho dólares"), hasta que, finalmente, pude decirle al educado conductor indio: "please, to the 133 West 82nd, between Amsterdam and Columbus".

Salvo tener que subir las escaleras (cosa que yo no amo y mis kilos detestan), la propiedad de Susan y Warren —compositora ella, aquitecto él— es una maravilla. Un minidepartamento con todo lo necesario —hasta los crujientes escalones— para que uno se sienta "en casa"; ubicado en una zona tranquila pero transitada, donde no llegan las multitudes y los restaurantes, que siempre tienen comensales, tienen —siempre también— un espacio para los turistas curiosos y hambrientos.

Como mi curso era en Fordham University, caminé todos los días las veintitantas cuadras que separaban mi habitación de Linconl Square y puede ver (y disfrutar), andando un día por Amsterdam, otro por Columbus, otro por Broadway, las decenas de "delis", "diners", bodegas, cafeterías, minimercados y restaurantes. También los carittos, metálicos y con ruedas, que llegan cada mañana a instalarse en las esquinas con los célebres "hotdogs" y "pretzels" de Nueva York y, además, los no menos famosos que venden "kebabs" turcos, sánguches cubanos y jugos de frutas.

A mí la gente de Nueva York se me antoja simpática, al menos la gente sencilla con la que me crucé, los que atienden en las bodegas, los mozos, los porteros, los taxistas; más de una vez me perdí y siempre alguien me explicó, con paciencia, cómo retomar el rumbo. Creo que la mala fama de los niuyorquinos nace (como también lo sospecho en Singapur) de la lógica, estéril y acomplejada, que dicta "como mi vecino no me saluda, entonces, yo no saludo a mi vecino". Sí, gente con mala leche hay en todas partes, pero la mayoría de los seres humanos —esa es mi fe— son amables cuando son tratados amablemente y están dispuestos a prestar generosos su ayuda.

Seis días son nada para una ciudad como Nueva York, más aún si uno tiene clases desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero siempre hay tiempo para un paseo por Central Park con sus miles de ciclistas y corredores huyéndole a la vejez y al infarto, para andar la Quinta avenida con sus tiendas espectaculares —hechas para alimentar la avaricia de la gente—, para toparse con mendigos haraganes pidiendo unas monedas para comprarse un poco más de marihuana, para cruzarse en el camino de perros mimados que pasean en carritos para bebés tratando de curar —inútilmente— la soledad de sus ricos dueños, para caminar (y equivocarse de rumbo y volver veinte cuadras y llegar) hasta Grand Central, la centenaria estación central del metro y los ferrocarriles y comerse allí, en su extraordinario mercado, unos trozos de jamón fresco en pan con calenturas de recién horneado. Sí, seis días son poco, pero suficientes para escaparse una tarde y visitar la biblioteca pública y emocionarse con una exhibición sobre García Lorca y hacerse niño de nuevo con una exhibición que trata de explicar (y lo hace deliciosamente) "why children´s books matter".

Qué desfile de gente, de todo y para todos los gustos, desde la que poco deja a la imaginación con sus mínimas transparencias hasta la que se cubre de negro, de pies a cabeza (mientras el cretino del marido camina, veraniego, en pantalones cortos y sandalias, mirando de reojo las caderas de la cubana que marcha alegremente al lado, bamboleando su pantalones apretadísimos). El tipo de coloreada corbata michi y camisa a cuadros que camina junto a la elegantísima mujer de tacos, minifalda y piernas interminables, los turistas distraídos, los niuyorkinos que nos miran con tolerante enfado, los ilegales que tratan de parecer locales y los ancianos que se sientan a esperar la muerte mientras regalan aburridamente migajas a las palomas.

Y, por supuesto, entre todos, las viejas amigas que uno se encuentra (y, con ellas, los recuerdos, las historias y los sueños de un tiempo que fue nuestro aunque ya no lo sea) y la hermana (y el novio amable y generoso) que se toma un avión desde Lima y que va, no por los rascacielos ni por las luces sino porque allí estaba yo (y que, con la misma alegría, hubiera ido a una ciudad bombardeada o asediada por la peste) para compartir el pan y la palabra y honrar, una vez más, la promesa de la familia.

Nueva York sin Alesia no fue, no pudo ser, lo que habíamos soñado (es casi una traición ser feliz sin ella), sin embargo, esta inmensa Babel de la que habló Lorca, resiste silencios y ruidos, se mantiene en pie, sobrevive a cotidianos malententidos y se yergue, invencible aún, como esa ciudad fascinante y maravillosa que tantos poetas cantaron y que, lo sé, nos recibirá algún día, otra vez, más temprano que tarde, para que los que somos y los que seremos, podamos caminar —de nuevo— por sus calles, sorprendenos —una vez más— con su gente y hundirnos —felices— en su misterio.

En el aeropuerto de Amsterdam, domingo 14 de julio del 2013

Saturday, July 06, 2013

Entre Botero y Dalí

A través de los años, mi hermana, que trabaja en el mundo de los seguros, me ha lavado amorosamente el cerebro con eso de "es mejor tener un seguro y no necesitarlo, que necesitar un seguro y no tenerlo"; por eso, aunque jamás lo usamos, no me arrepiento de los varios miles de dólares que pagamos en Indonesia "por si acaso". Es harto sabido que los seguros se basan en la ley de probabilidades, o sea, "es muy probable que, de los muchos que los pagan, solo unos cuantos los usen".  El riesgo (para las aseguradoras, claro) de que uno empiece a gastarles dinero aumenta si las condiciones personales son desfavorablemente (sedentarismo, obesidad, tabaquismo y un montón de etcéteras), pero si eres joven y saludable (¿quién dijo yo?), ese riesgo es mínimo. Como soy tonto pero no tanto, tengo consciencia de que, sin una póliza de seguro médico, de presentarse un problema mayor (en países donde los sistemas de salud pública son infames o inexistentes) sencillamente hay que morirse, porque lo que el diablo pudiera ofrecer por nuestras almas pecaminosas jamás alcanzaría para pagar las facturas, inmensas como un tumor hipertrofiado, con las que suelen despedirnos los honrados doctores de sus clínicas con aire acondicionado, cuando nos dan de alta o cuando ("hay cosas que están en las manos de dios") nuestros deudos llorosos quieren retirar nuestro cadáver.

Estar "entre trabajos" puede ponernos (hablando de seguros, coberturas y demás hierbas) en zonas grises o "tierras de nadie".  Claro que un hombre previsor (yo no lo soy, pero mi hermana es persuasiva y convincente y los años van enseñando a golpes) debe tomar la precaución de extender la cobertura del seguro del "trabajo anterior" hasta los días en que se inicia la protección del seguro del "nuevo trabajo". Y así lo hice.  Todos menos el de vida.

Lo gracioso (o terrible, según se vea) del seguro de vida, es que para conseguirlo, hay que morirse (algo así como que, para verificar eso de la vida eterna, hay que abandonar esta efímera existencia y "usted primero, caballero").  Lo bueno (¡hay que mantener las actitud positiva!) es que tus herederos, a los cuales ibas a dejarle solo deudas, reciben un algo que puede darles tiempo para digerir la pena, recomponerse y empezar de nuevo.

No hablo de los seguros de vida de las telenovelas, esos que hacen millonaria a la viuda (negra) o al hijo (ingrato), me refiero a los sencillos, comunes y silvestres, que tenemos nosotros, empleados asalariados y aspirantes a raquíticos burgueses, que permiten que (además) la familia no se descalabre económicamente a la hora (accidental, importuna e imprevista) de morirnos.

El mío (el seguro, digo, el anterior) expiró en junio y el nuevo no me cubre hasta fines de julio, dejándome casi cuatro semanas "fuera de juego".  Ahora bien, entiendo que lo más recomendable (y grato) sería no morirse, pero cuando uno se trepa a un avión que va a recorrer, dos veces en una semana, los quince mil kilómetros que separan Singapur y Nueva York, las apuestas empiezan y uno, mortal al fin, se pone nervioso.

Seguro de vida por tres semana no te venden o no sé o no supe buscarlo, lo que sí te ofrecen con mayor entusiasmo es el "de accidentes para viajeros", eso sí, conseguirlo fue otra historia que dejo para otro día (a ver si alguien me explica, ¿qué sentido tiene poder comprarlo "online" cuando luego te piden que imprimas todo y resulta que tú, de vacaciones y en medio de la mudanza, no tienes ninguna impresora a la mano).

Lo cierto es que ya soy un viajero asegurado (y hasta prometen pagarme ochenta dólares si mi vuelo se demora más de seis horas) y, supongo, debo sentirme feliz como la familia que aparece sonriente en el folleto.  No sé, creo que prefiero no morirme ni accidentarme ni perder los vuelos.  Además, con la lista de exclusiones tan grande y odiosa que tiene mi seguro, me dan ganas de decirle a mi (aún) improbable viuda: "si te pagan, vamos a medias".

Coda explicatoria: ¿Y qué tienen que ver Botero y Dalí con mi seguro de viajero? Nada.  Solo que la oficina donde lo compré queda en la zona financiera de Singapur y allí, frente al río, después de malgastar un par de horas en deprimentes papeleos, nos encontramos con sendas estatuas del colombiano y del español, y mi mujer sonreía como dos vidas y yo decidí no morirme (al menos por ahora) y entendí que lo que acabábamos de pagar por el seguro era, en realidad, una donación para aquellos que, casi siempre, tienen mucho dinero, pero son muy pobres.