Sunday, August 11, 2013

Los chanchos vuelan (2)

Si la ida me pareció mala, la vuelta estuvo a punto de convertirse en una tragedia.

Cuando partí de Changi el asunto se veía feo.  Si bien traté de ser previsor y compré boletos en "Economy Comfort seats" (pagas un poco más y tu asiento tiene 10 centímetros más que el del común de los turistas, suena poco pero, allá arriba, a diez mil metros de altura y en vuelos de doce o trece horas, puede ser la diferencia entre la resistencia heroica y un ataque de claustrofobia), uno no puede evitarse los vecinos complicados.

Llego a mi asiento y veo, en el sitio del medio (yo siempre escojo pasillo porque prefiero que me molesten con "permiso voy a baño" antes que molestar yo con lo mismo) me encuentro con un señor que deambulaba entre la sesentena y la setentena.  Alemán o austriaco u holandés, quién sabe, grande, bigotudo y con cara de perro, que me mira (supongo) maldiciendo la hora en que le toqué de compañero de vuelo.  Me siento, trato de sumir mis excesos de la mejor manera, de arrinconarme contra el pasillo, de no moverme, de ser, por una vez en mi vida, ligero, tenue, de movimientos controlados. Vano esfuerzo.  Soy gordo.  Y los gordos necesitamos espacio.  Veo de reojo que el sujeto acumula incomodidad y está a punto de decir algo.  Sin embargo, una vez más, la diosa Fortuna (esa que jamás me ha fallado) me libra de la cólera del anciano.  Al otro lado, pegado a la ventana, se encuentra un sujeto en sus cuarenta, estándar, común y corriente, pero que, arropado en su sueño (estaba acurrucado desde antes de que el avión partiera y se mantuvo así hasta que llegamos a Ámsterdam) se dedicó, todo el viaje, a dar vueltas sobre sí mismo para malhumor de mi verdugo que, nadie sabe para quien trabaja, terminó pidiéndome amablemente, tres o cuatro veces, permiso para "ir al baño" y librarse por un rato del odioso vecino.  Y hasta sonrió.

En Holanda me duché (nada como el agua para parecer un ser humano nuevamente, aunque otro día hablaré del aeropuerto, los "executive lounge" y todo eso).

El vuelo a Nueva York fue una maravilla.  Me tocó una familia de cuatro que había escogido dos asientos en una fila y dos en la siguiente.  Los hijos, preadolescentes, estaban al lado de la ventana y los padres en el asiento del medio. En mi fila se encontraban las mujeres que, para mi fortuna, eran delgadas como un suspiro y amables.  Estaban en lo suyo que era conversar o pasar el rato leyendo quién sabe qué o dormitando.  Mis abundancias pasaron desapercibidas (es un decir) y el viaje trascurrió en paz.  Fui más que feliz parándome y dejándolas ir al baño setecientas veces y la madre (contemporánea mía, pero madre al fin) hasta permitió que subiera ligeramente el brazo del asiento que empezaba a maltratarme.

Echarle a Nueva York la culpa de mi peso sería una injusticia.  Sin embargo, no dudo en sindicarlo como cómplice de mis antojos y corresponsable de los kilos que me traje (con sus "delis", sus "diners", sus kioskos con jugos de frutas, sánguches y dulces, y sus miles de restaurantes).  El hombre que regresaba a Singapur era ligeramente (nótese el adverbio) más amplio que el que llegó a la Gran Manzana y ese sujeto, "ay, mísero de mí, ay, infelice", llegó a un avión que era de otro modelo y en el cual, el mismo asiento que tan cuidadosamente elegimos, quedaba en la primera fila.

Es la más codiciada, le da al pasajero un espacio interminable para estirar las piernas y solo le obliga a aprenderse cómo abrir la puerta de emergencia (y con suerte no pasa nada y con mala suerte el avión se estrella haciendo inútil el aprendizaje) y lo confina a unos asientos que, en vez de brazo, tienen una placas de metal que separan los asientos.  En la primera fila, si eres flaco, ni cuenta te das, pero si eres gordo...

"Lucky you sir, you have the first line!", me dijo la azafata o sonrió insinuándolo. La odié un poquito.

No. A ver. Las caminatas a lo mejor contrarrestaron los helados y bajé de peso. Hagamos el intento. Total, puedes estirar las piernas. Vamos. Sonríe y ya. Adelante. Siéntate... No, claro, no bajé, seguro que subí. ¿Y ahora? "Resistiré, amor, resistiré".

Diez minutos.  No resisto.  Las venas, que no es las lleve mantenidas a la perfección, empiezan a resentirse y la falta de circulación sanguínea y el dolor se hacen insoportables. Al diablo.  Me libero del cinturón, me levanto furioso. "Sorry, miss, sorry, but I do not fit in here", la azafata que me mira sorprendida, que "un momento", que va, que viene, que "no se pueden hacer cambios hasta que despegue el avión", la supervisora, yo de pie, cara de loco, sir, sorry, hablan, se dicen quién sabe qué, se acercan a un pasajero, niega con la cabeza, a otro, que no, a otro, a la tercera va la vencida, sonrisa, "thanks", "no problem" "thank you very much", sonrisa, sentarse, cinturón y al aire. Aunque no tenía a nadie a lado, fue el vuelo más incómodo y odioso que he tenido.  Vaya uno a saber si es cierto eso de lo psicosomático, lo cierto es que no dormí y solo me sacudí el mal humor con el duchazo que me di en Amsterdam.

El último tramo fue en el sitio de siempre.  A mi lado se sentó un tipo flaco y alto que, sospecho, comprendía (en sus larguezas) mis problemas (y anchuras).  Dejó el brazo del asiento en alto y se dedicó a trabajar en la computadora.  Yo me comí dos helados.

Mañana, como todos los lunes, empiezo la dieta.

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