Sunday, September 29, 2013

Versos y «Tuits»

Hace varios años, mientras investigaba el uso que hacían los jóvenes de las redes sociales, buscando material para escribir lo que después fue mi libro «¿Hay alguien allí?», abrí mi cuenta en Twitter (@jlmejia) y empecé a interactuar de manera aleatoria con quien buenamente me respondiera.

Como resultó que uno de mis personaje fue el «trovardozito» (sic) y escribía haikus en su cuenta de «Tuiter», me entusiasmé por el asunto y empecé a compartir, ya no como sujeto de ficción sino como escritor, mis versos en esa red. Ya había usado blogs («Solo sonetos solos», «El Entrometido») para poner «on line» mis sonetos y décimas, pero el límite de 140 caracteres agregaba un desafío que la contemplativa estrofa inmortalizada por Matsuo Bashō ayudaba a cumplir. Sin embargo, algo en esa forma (de la que supe y aprendí gracias a la maestría de Fonchín Cisneros), no terminaba de conversar con mi alma latina y hallé en las españolísimas coplas la voz que andaba buscando.

En estos años he conocido a una serie de «poetuiteros» y he aprendido que existe el término «poetuit», para referirse a una poesía escrita bajo los límites, a veces claustrofóbicos y casi siempre motivantes, de los ciento cuarenta espacios. Más aún, supe que el cantante Jorge Drexler (@drexlerjorge) –cuyo amor y apego por la poesía popular e improvisada se hizo más grande al conocer a ese decimista potente y generoso que es Alexis Díaz Pimienta (@DiazPimienta)–, inventó una estrofa que bautizó semiespinela (de cuyas características y génesis pueden leer acá), que es una especie de síntesis de la forma inmortalizada por Vicente Espinel. No menos interesante y motivador ha sido conocer a los poetas @p_v_i, @ElTopoErudito, @NicolasPoulsen y @poitevin con quienes suelo mantener largas y entretenidas conversaciones rimadas sobre los más diversos temas. Además, queriéndolo o no, pasé de las coplas a las redondillas y con ellas me las lío en estos tiempos.

Si a todo esto le agregamos que el proyecto de @DecimasCosas (la sátira teatralizada y en décima de noticias actuales) lo venimos trabajando con Benjamín Edwards (@Benjaedwards) y Christian Cortez (@elzejo) utilizando varias plataformas, incluyendo Twitter, se entenderá mi entusiasmo por este «servicio de microblogging» que cuenta con más de 200 millones de usuarios activos (más del 12% hispanohablantes).

¿A qué vino este resumen? Solo pretendía recordar, en pocos párrafos, mi historia en «Tuiter» y dejarles acá las redondillas recientes que el soberano (la gente que tiene a bien leerme en ese medio) ha considerado las más populares. No hablo de calidad (que no quiero obligar a los expertos a contradecirme), solo de versos que, quién sabe por qué, han sido los más amable recepción tuvieron. Nada más.

Si sabes, por qué preguntas 

1.
Si sabes, por qué preguntas;
si no sabes, por qué callas;
¡lucha siempre tus batallas
aunque vengan todas juntas!

2.
Sacúdete la tristeza
que a nadie le gusta el llanto,
frente a la pena, que el canto
sea toda la belleza.

3.
Sonríe. Vives, estás,
sientes, deseas, respiras.
La vida, con sus mentiras,
es verdad. Gózala más.

4.
La verdad es que la vida
tiene de azúcar y sal;
haz el bien, evita el mal,
ama, perdona y olvida.

5.
Yo no sé si la belleza
camina triste y desnuda;
sé que deslumbra la muda
soledad de la tristeza.

6.
Aunque duela el corazón,
no te ahogues en el llanto;
¡levanta la voz!, el canto
le da vida a la canción.

7. Llovió. La noche ha llorado
los reclamos de la luna.
Ya amaneció, ¡qué fortuna!
Brilla el sol, enamorado.

8.
La vida no se detiene
llega, pasa y ya no está,
pero así como se va,
no lo dudes, siempre viene.

9.
Última vez. El olvido
llega con una advertencia.
Último veo. Sentencia
que dicta un juez resentido.

10.
Mi esperanza tiene un nombre
que nadie sabe, ni yo;
dejemos que el dominó
caiga, sorprenda y asombre.

11.
Entiendo, sé, sí hay motivos
para no estar muy feliz,
duele, sí, la cicatriz,
¡pero aún estamos vivos!

Monday, September 23, 2013

Por eso

La semana fue intensa.  El viernes estaba cansado, hecho una ruina, algo de lo que comí me cayó mal y regresé al departamento sin más ganas que olvidarme de mí.  Adolorido y sentado en el sillón que hace años me acompaña, me preguntaba por qué nos habíamos mudamos a Singapur.

Vivíamos en Indonesia, el departamento que nos alojaba quedaba a trescientos metros de mi salón de clases, Imah, la incansable señora que trabajaba con nosotros, mantenía todo a la perfección (amén de que cocina delicioso), Cecep conducía con serenidad y cautela nuestra camioneta, éramos (aparentemente) millonarios (con una rupiah devaluada a un cambio de ocho mil por un dólar que, según leo, se ha devaluado un 20% más en los últimos meses) y Bali estaba al alcance de la mano.  Luego de cinco años, mi salón de clases era mi pequeño paraíso, mantenía excelentes relaciones con mis colegas, teníamos buenos amigos con los cuales podíamos pasar horas conversando alrededor de un café, estábamos entrenados para una vida social interesante (a veces intensa), y éramos parte de una comunidad latina y peruana, variopinta y llena de energía, alegría y entusiasmo, con un embajador nuestro, humano y encantador con el que solíamos devorar el sublime «mousse» de chocolate de «Plan B», el mejor restaurante de Yakarta para pasar un viernes en la noche comiendo tapas y celebrando la vida con los potajes caseros con los que Oskár nos hacía olvidar todas las razones (solo mencionaré el tráfico, la contaminación, la informalidad y la corrupción) por las cuales un lustro allá nos pareció suficiente y decidimos partir.

Khalil Gibrán decía que partir no es como cambiarse de camisa sino de piel.  Lo entendí hace siete años cuando, perro viejo ya y acostumbrado a mi lugar, a mi calle, a mi parque y a mis amigos de toda la vida, empecé a deambular por el mundo.  Cuando salí de Lima en agosto del dos mil seis, no tenía claro que el asunto era para largo y para lejos, pero fue.  Miami, Ciudad de México y Yakarta, han sido lugares donde habité, conocí gente, hice amigos, probé los mejores manjares y anduve calles persiguiendo sueños y fantasmas.  Cada lugar tuvo algo especial y siempre hallé gente con la cual compartir el pan y la palabra, esas cosas simples e indispensables que nos humanizan.

Cuando acepté el trabajo en Singapur empezaron las voces de alerta: «espero que te estén pagando el doble», «la gente allá es intratable», «es imposible hacer amigos entre los locales», «esa gente solo piensa en el dinero», «olvídate de tu camioneta», «todo es carísimo» y sería mentir si no dijera que el asunto me puso un  poco nervioso.  Singapur habia sido, hasta entonces, un refugio contra el desorden amigable pero feroz de Yakarta.  Cada vez que queríamos huir unos días de la confusión, Gaby y Rudy nos abrían generosos las puertas de su departamento y disfrutábamos de unos días maravillosos en familia, con paseos por Orchard, visitas a Sentosa y comidas espectaculares en los tantos y buenos restaurantes de la ciudad.  Sin duda, la isla no se caracterizaba por sus precios bajos pero, qué importaba, estábamos de vacaciones.

En junio nos mudamos.  Y, sí, Singapur es cara, pero no más cara que las tantas ciudades grandes en el mundo y, como todas ellas, tiene una segunda vida, una capa que no es la que se ve en las propagandas o en las visitas guiadas, un mundo inmenso (e intenso) que se desenvuelve más allá de los famosos centros comerciales, los casinos y los parques de diversiones, un país real que, como todo lo que recibe el rocío de lo cierto, tiene sus grandezas y sus miserias, sus descubrimientos y sus decepciones.  Hemos hallado, sí, al cretino que comparte ascensor contigo y es incapaz de devolver el saludo, al necio que se hace el dormido para no darle el asiento a una mujer embarazada, al infeliz que va en su bicicleta por la vereda y a toda velocidad; pero también hemos encontrado a las chicas que atienden en el café y saludan alegres de vernos y se saben de memoria nuestro pedido, al señor que se levanta para darle el asiento a la embarazada avergonzado del muchacho que no lo hace, al ciclista que baja la velocidad y pide disculpas y agradece cuando le cedemos. Hemos descubierto una humanidad como todas, como tantas, generosa y solidaria; un espacio habitado por gente encantadora que son y significan mucho más que los eventuales desdichados y pobres diablos que por allí aparecen.

El trabajo es nuevo y tiene todos los retos que la novedad conlleva, pero mis colegas son amables y desprendidos, acogedores y amigables; andar en metro es a veces tedioso pero nunca más que eso y siempre seguro y confiable; lavar platos no nos hace felices, pero tampoco mata.  Se extraña a los amigos, claro, pero ahora tenemos casas esperándonos en otra ciudad más y visitas que llegan a refrescarnos el alma y gente que nos rodea y nos hace la vida más sencilla y que serán, lo sé, los grandes amigos que extrañaremos cuando, quién sabe cuando, partamos también de estas tierras que ahora nos acogen.  

La vida es simple, pero es buena.  Caminamos mucho, conversamos más, aprendemos, gozamos lo que tenemos, pensamos en lo que dejamos, hacemos planes y soñamos.  Si todo eso es posible en una ciudad, es que esa ciudad es un buen lugar para quedarse.

Todo esto lo pensaba el viernes aún doliente y cansado.  Un par de horas después desperté, tomamos un taxi y fuimos al Conservatorio de Música.  Por noventa minutos escuchamos al «Takács Quartet», un extraordinario grupo de cuerdas que tocó a Mozart, Janácek, Smetana.  Fue un bálsamo, una mano tendida, una respuesta a mis inquietudes y un momento de paz que justificó todo lo extraviado.  A mi lado vi a mi infinita Alesia que sonreía floreciente; por eso, sobre todo por ellas, estamos aquí.

Sunday, September 15, 2013

Kopi 3

El kopi, el café singapurense, tiene un sabor particular y se debe, según descubro en la página web de «Nanyang old coffee» (cafetería que prometo visitar para comprobar eso de «mantenemos la buena práctica del tradicional café de Singapur»), a que, además de pasarse a mano (en una cafeteras extraordinarias de pico interminable con las que los encargados hacen malabares), es previamente tostado junto a una pequeña porción de azúcar caramelizada y otra de mantequilla.

El «kopi» puede tomarse en distintas presentaciones.  El clásico es el que lleva café, dos cucharadas de leche condensada, un chorrito de leche evaporada y agua (ese es «kopi», a secas).  De ahí en adelante vienen las diferentes y particulares variantes.  Si cambias la leche condensada por azúcar, tienes un «kopi C»; si no quieres azúcar ni leche condensada (solo evaporada), pide un «kopi C kosong»; si no quieres ni leche condensada ni evaporada, entonces es un «kopi O» (o sea, café negro y azúcar); si quieres solo café negro (sin leche ninguna ni dulce alguno), debes decir «kopi O kosong».  Ahora bien, algunas palabritas hacen posible personalizarlo aún más:  si deseas cualquiera variación de las mencionadas pero helada, agrega «peng» (o sea, «con hielo»); si lo quieres menos dulce, «siew dai»; si se te antoja más azucarado, «ga dai»; si necesitas un café fuerte, «gao»; si no dormiste y estás urgido de una bomba de cafeína, pues «di lo» y te dan un triple; y si, por el contrario, sufres de presión alta o no puedes dormir con mucho café en el cuerpo, pídelo «ligerito» sumándole un «poh» a tu solicitud.

Uno puede tomarse un «kopi» en cualquier «hawker centre», los tradicionales y popularísimos restaurantes (parecidos a los «huecos» y «huariques» de comida que abundan en nuestros mercados) o, en su versión moderna, en los centros comerciales (los famosos «food court» que a acá son «hawkers con aire acondicionado» porque, salvo algunos lugares «muy occidentalizados», no hay cadenas de hamburguesas ni de pizzas, sino comida oriental).

En los quioscos donde venden comida (hay de todo, pero eso será materia de otro texto, otro día), no ofrecen nada para beber; generalmente hay uno o dos locales con los «bebestibles».  Uno es la juguería (jugos de fruta recién preparados que, sin ser como los de «Las delicias» en Lima, son muy sabrosos) y, el otro, la cafetería (donde también venden té y puedes tomarlo en las mismas variedades que el café cambiando la palabra «kopi» por «teh»).

La otra opción es visitar alguno de las modernas/clásicas cafeterías.  Hasta donde sé, son dos las más famosas y extendidas por la isla/estado, «Ya Kun» y «Toast Box». Están en casi todos los centros comerciales y en algunas grandes estaciones del metro.  La primera tiene más locales que la segunda, la segunda es más moderna; la primera es simple, la segunda minimalista; en la segunda hay más gente joven y la primera es como ir a un «té de tías». Ambas sirven un buen café, las dos ofrecen tostadas y huevos.

Nosotros preferimos «Toast Box», ¿por qué? No estoy seguro, aunque me atrevo a decir que el ambiente es más acogedor (si bien ambos cafés tienen pocas duras sillas y muchos bancos ingratos con salva sea la parte, como para que no te quedes sentado allí indefinidamente).  Además, todos los locales de «Toast Box» tienen un toque personal (un antiguo radio en «Paragon», un amplio sofá en «Jems», ¡un piano en «Yew Tee»!) que los hacen particulares. A mi infinita Alesia le gusta más el café que allí sirven y para mí es una delicia volver a la infancia remojando una tostada mantequilluda en el kopi humenante.

Sin embargo, sobre todas las cosas, creo que lo preferimos porque disfrutamos, cada tarde, antes de echarnos a andar los tres kilómetros del corredor peatonal que conecta Yew Tee con el edificio donde vivimos, una conversación que incluye las novedades del día, planes, sonrisas, dos kopis y cuatro huevos duros (donde la yema, invariablemente, conserva el corazón a medio cocinar, tierno y sabroso). 

Sunday, September 08, 2013

Kopi 2

Después de preguntarme si en el Perú teníamos "el café", varios de mis caféfilos amigos y lectores (perdóneseme el cacofónico neologismo pero eso de «cafeinómanos» me pareció demasiado) me escribieron dándome sus propia versión de lo que sería el mejor café peruano.

Intuyo que haber mencionado el «kopi luwak» indonesio creó una inocente confusión y un par de ellos me hablaron del tipo de café antes que del producto en sí (o sea, no me refería al «arábica mezclado con robusta en partes iguales» ni si «el de Chachapoyas tiene más cuerpo que el del valle de La Convención»); yo solo tenía la curiosidad de saber «cuál es el café (vamos, la cafetería) que no me puedo perder si voy a Lima».

Lo cierto es que, aún llevando rumbos distintos a mi pregunta, me sorprendió leer a Eduardo que me decía que «en Perú ya hay una variedad de café "procesada" en el tracto digestivo de un armadillo», noticia que Pedro confirmaba (con nota periodística incluida —que en eso, obviamente, el abogado fue más detallista que el ingeniero de sistemas—) explicándome que el animalito de marras es el coati y su producción (o sea, los granos que traga, digiere y expulsa —y que la empresa procesa y vende a buen precio—) se denomina «Café Tunki» (que, excúsese el coprolálico pero fundamentado titubeo, significa «duda» en quechua).

Ahora bien, si de cafés  se trata (cafeterías, locales, lugares a donde ir, sentarse y tomarlo —memorable y sabroso—, con calma y leyéndose un periódico o conversándolo con un amigo), el asunto se pone más peleado, tanto que ya no sé dónde empiezan mis propias lealtades y dónde las de mis lectores.

La «San Antonio» tiene muchos leales pero hace trampa, con esos sánguches espectaculares, ¡nadie se fija en el café! El «Café Café» también entra en la competencia, aunque la vista y el viento frío (hablo del de LarcoMar), le juegan a favor; ¡abrazarse a la taza humorosa en medio de la brisa marinera y helada es imprescindible! Por su puesto que no falta el nostálgico que recuerde el café del «Haití» (que allí pesa la tradición no el sabor) y, por vecindad (y bondad), el de «La Tiendecita Blanca» (cuyas mozas tan bien trajeadas y tan eficientes hacen de cualquier café un manjar).  El «Manolo» quiso entrar al baile pero, no pues, allí lo famoso es el chocolate (¡y los churros!) y, claro, quien mencionó el «Havanna», lo hizo por sus alfajores.  Uno que no conocía es el «Cafe Verde» que recibió una apasionada defensa de Rudi: «Café 100% peruano, tostado y molido in situ. Uno de los mejores de Lima»; habrá que probarlo.

Como es obvio, abundan los despistados defensores de lo imposible que se mandan con que el mejor café de Lima («¡y del mundo!») es el «Starbucks»; aunque estoy seguro que cada vez que va a uno de sus locales (para conectarse gratis a Internet) piden ese «milshake» dulcísimo, de tres mil calorías, que es el «Frapuchino» (con crema, claro).

El más sentimental fue Juan Luis, que me escribió: «¿Cafés? Aquel  pasado gota a gota, de velorio y amanecida... de los viejos buenos tiempos... Mi mamá le decía "cafiote" y mi papá "café de cholo"».  Lamentablemente la modernidad, tan cobarde ante la muerte, manda a nuestros muertos a los velatorios (¿alguien dijo «negocio»?), acartonados, fríos, extraños, donde «por una módica suma podemos poner el café» y ese ya no sabe a familia reunida para recordar al que se fue sino a proveedor barato en cafetera infame (que cierra a la once de la noche).

Tampoco faltaron los que se saltaron el café peruano (aunque entiendo que, de tanto escuchar el entusiasmo de Gastón Acurio, actuamos, a veces, con chauvinismo gastronómico). Uno me recomendó: «All you need now is to visit France, to taste "le café" French-style; sipping your small expresso while sitting on a stool at the counter in a cafe» (¡ya iremos Stéphane!); y otro (Jorge) me dio tal lección cafetera que merece un artículo completo, pero me quedo con esta parte (porque, además, es una descripción que, en algo, se asemeja a la del kopi singapurense): «quizás me atreva a sugerir el café vietnamita: es un percolado de café con infusión de achicoria que gotea y gotea desde una ollita de metal hacia el fondo del vaso que, a su vez, contiene leche condensada».

Claro, la pelea final, «el mejor café del Perú», la ganó (no por el número sino por la calidad, cafetera y personal, de sus votantes) el «Café Bisetti» de Barranco (que también tiene el «Arabica Espresso Bar», en Miraflores).  Jaqui, periodista de pluma honda y precisa, y Benjamín, publicista y cafetero impenitente, lo alabaron sin restricciones.  Cuenta Benjamín, amigo entrañable y perseguidor de expresos (los bebibles, no los prófugos), que en el Bisetti le dieron el secreto del buen café: «1/3 el café, 1/3 el barista y 1/3 la máquina».  ¿Y ustedes, qué opinan?

Sunday, September 01, 2013

Kopi

http://daneshd.com/2010/02/28/a-rough-guide-to-ordering-local-coffee-in-singapore/
La foto no es mía, se halla en el artículo
«A Rough Guide to Ordering Local Coffee
in Singapore» de Danesh Daryanani,
a quien no conozco pero cuya nota
sobre el kopi agradezco.
A mi infinita Alesia le gusta el café, es más, lo necesita, lo prefiere fuerte y sin azúcar, si quiere algo dulce (asumiendo que no le baste con su  sonrisa), un chocolate o unas galletitas pueden acompañarlo, pero casi siempre lo disfruta así, simple y amargo.  Yo, que no tengo ni su constancia ni su fuerza, le tengo que poner azúcar.  Además, no sé si me gustan tanto o si lo que más me entusiasma es ese momento que compartimos conversándonos las humeantes tazas (aunque los treinta grados de temperatura de Singapur sean más para el «Milo» helado de mi infancia —que en Singapur, donde es muy popular, le dicen «maylo», pronunciándolo cómo en inglés— o, mejor, en su versión «extra» —el «Milo Dinosaurio»—, que consiste en la leche chocolatada y mucho hielo, todo bañado en un par de generosas cucharas soperas de ese chocolate granulado).

En el Perú tomaba poco café, era más de infusiones (el sabor del té nunca me ha convencido) que evitaban que echara azúcar.  Manzanilla, sobre todo.  La hierbaluisa era rara y solo había en las casas donde (como en la de Mati) la sembraban (aunque siempre sospeché de la mala leche de la decena de Jack Russel Terriers y el Dóberman que hacían de las suyas en el jardín inmenso de La Planicie).

El café en el Perú (corríjaseme si miento) es muy popular, pero nunca solo. Un país que se precia de su comida, que tiene una infinidad de dulces, galletas, bocaditos y tentempiés, no podría cultivar la tradición del café en solitario (como el castizo «café bebido»), imposible.   Nosotros debemos «acompañarlo» porque eso es lo compatible con nuestro espíritu gregario.  Así como todos los platos fuertes salen casi invariablemente «con arroz» (absurdo muy nuestro, que le dimos la papa al mundo y después se nos dio por sembrar y comer arroz), de igual forma, el cafecito viene «al menos, con su galleta más».  Por lo general, las cafeterías y restaurantes preparan un café aceptable, cuando no sabroso, pero, lamentablemente, no recuerdo «el café» cuya nostalgia me perturbe (¿alguna recomendación?).

Del casi año que pasé en los Estados Unidos no guardo ningún café memorable, aunque debo de haberme tomado varias decenas de capuchinos en el «Gran Inka» de Key Biscayne, donde pasé tantas horas leyendo y escribiendo, siempre atendido por Carla, toda ella inolvidable.  Recorrí, lo sé, varios de los muchos restaurantes que abundan en Lincoln Road (en uno descubrí —para serle siempre devoto— la «mozzarella di bufala campana», pero esa es otra historia) y debo haberme despachado infinidad de capuchinos con tres o cuatro sobres de «Splenda» —ese edulcorante que dicen, ¡claro!, que no da cáncer—, pero no hubo aquel que pudiera quedarse conmigo como para celebrarlo ahora.

Creo que fue en México donde me reencontré con el «azúcar rubia» (por eso del cáncer que generan los edulcorantes, aunque, puestos a apostar, supongo que el infarto le lleva ventaja a cualquier odiosa neoplasia —¡qué nombre tan lindo para algo tan feo!—) y no sé por qué sospecho que eso hizo que mi dosis de café (siempre con leche) fuera en aumento. Creo acordarme de haber tomado infinitos capuchinos —calientes y helados— en muchos de los casi doscientos Sanborns alrededor del país (especialmente en el de Plaza Loreto, que me quedaba al frente).  Allí pasé tanto tiempo que solo recuerdo que, entre café y café, me leí todos los diarios locales que allí prestaban, tratando de entender a un país que, siendo maravilloso y teniendo gente tan padre, se desangra en matanzas feroces y se deshace en medio de una corrupción salvaje.  Ingenuo yo.  Las respuestas se hallan encriptadas tanto en los «corridos» (y en los «narcocorridos», sus hijos bastardos) como en las «calaveras», delirantes y burlonas, que se escriben por el día de los muertos.

A Indonesia llegué leyendo que producía el famoso (¡y carísmo!) «kopi luwak», cuyos granos son rescatados de las heces de un mamífero carnívoro que se llama «civeta de las palmeras». ¿Prejuicio escatológico o económico?, no sé, pero no me convencieron ni su origen ni los diez dólares por taza que les cobran a los sorprendidos «bulé» (blanco tonto). Además, el café puro (como el cubano que sirven en Miami, que es capaz de sacarlo a uno de un coma profundo) nunca ha sido mi predilecto; tanto me gusta la leche que ni siquiera mi intolerancia lactosa ha conseguido que abandone el regalo de las apacibles vacas.

Sin embargo, mi infinita siempre persiguió buenos cafés y eso nos hizo asiduos transeúntes de las calles de Yakarta y buscadores de cafeterías.  «Anomali» se queda con el primer lugar y su local primigenio (ese, tan simple y tan rústico, en Jalan Senopati), con mi preferencia.  «Coffee Bean» y «Starbucks» se convirtieron, en una ciudad invadida por motocicletas y sin aceras, en un mal necesario (y agradecido).  En nuestros últimos meses en el país de las diecisiete mil islas, fuimos (mea culpa) asiduos al Starbucks que abrieron al frente del edificio donde vivíamos, hallamos que su «mediocridad estandarizada» era razón suficiente para evitar el insufrible tráfico de Yakarta.

Hasta que nos mudamos a Singapur...