Sunday, July 21, 2013

Los chanchos vuelan

Supongo que el sobrepeso me da libertad para hablar del asunto.  La frase "este cree que los chanchos vuelan" se ha usado tradicionalmente para señalar al ingenuo; nace del supuesto de que los cerdos "no pueden volar porque son gordos" y, por ende, solo alguien muy tonto podría suponerlos cortando el aire como un águila. Mucho más certera sería la máxima si reemplazáramos a los chanchos por las avestruces —aladas, inmensas e incapaces de alzar vuelo—, pero el asunto elemental —las alas— se ignora para darle relevancia a los kilos.

Si siempre fui gordo (perdón, "sí, siempre fui gordo"), son contadas las circunstancias en las que he sentido que esos kilos son un verdadero problema (y es acá donde el chancho que no vuela viene a cuento), y casi invariablemente está involucrada una silla, un sillón o un asiento (porque mis dramas con la ropa los solucionaron los sastres y "Big & Tall" —que por alguna acomplejada razón que ignoro se llama ahora "Casual Male"— y mis líos con la salud los tengo en jaque a fuerza de caminatas —el mate se lo dejo al infarto, pero no nos pongamos agoreros—).

Entendámonos, no estoy acusando a las sillas (¡pobres ellas!, que tan estoicas me toleran, bueno, casi todas).  Tampoco es que guarde un especial rencor por el carpintero (profesión notable y ennoblecida hasta en la Biblia), el ingeniero o el empeñoso operario de la máquina que fabrica asientos por miles.  Para más señas, el asunto no es con la silla toda, sino con una de sus partes: ¿con qué otro fin que no fuera torturar a los gordos pudieron haberse creado los brazos de las sillas?  Algún ingenuo dirá que para descansar los codos, pero yo creo que se trata de una conspiración.

Ir a lugares públicos y verse sometido a la tiranía de la estrechez de una silla es, por lo menos, infame.  Más cuando se es joven y tímido (ya sé que no me creen, pero era) y uno anda de primera cita con la chica aquella a la que ha invitado a compartir (al menos) "el pan y la palabra".  Con el paso del tiempo (y de los kilos, que, en realidad, no pasan sino que se asientan —pero asientan también, y eso es lo bueno, el carácter—) el asunto se hace manejable.  Hoy, sencillamente, en el lugar al que vaya pido que me cambien la silla "por una sin brazos" que los comprensivos mozos siempre, hasta ahora, han encontrado.  Otro espacio terrible es el de las butacas de los cines y teatros; felizmente, y por eso de la competencia, las salas se han hecho más modernas, han elevado sus estándares de comodidad y han anchado sus sillas.

Donde me encuentro vencido es en los aviones.  Algún cerebro maligno decidió que el promedio de los seres humanos ocupa un espacio brevísimo y allí no hay forma de que alguien nos cambie la silla "por una sin brazos".  Hace un tiempo descubrí, para mi suerte, que viajar acompañado de Alesia es (además de por muchas otras causas esenciales) un regalo de la diosa Fortuna.  Y es que el torturador que funge de ingeniero de aviones tuvo una debilidad y se le ocurrió que los brazos entre los asientos pudieran levantarse; así que, mi infinita, me cede generosa parte de su espacio y puedo yo apacentar mi humanidad plácidamente sin temor a incomodarla.  Además, ella es feliz utilizando mi hombro de almohada y yo puedo estar en el avión sin sentirme atrapado ni fulminado por las miradas de mis vecinos. Maravilloso.

Claro, la desgracia siempre nos respira en el cuello y el otro día hube de embarcarme, solo, triste y sin espacio extra, en un avión que, con alguna escala, iba a tenerme más de veinte horas esclavo de la brevedad de sus asientos.  Los detalles, sí ya sé, se los cuento la semana que viene.

Monday, July 15, 2013

New York without you 

New York without you was grey, 
no dreams, no flowers, no light; 
for what I want, my love, to stay 
if this, without you, is a lie? 

Cuando Anne-Marie y John me recomendaron despreciar los hoteles de Times Square y buscar refugio en un "loft" de Upper West Side, yo acepté agradecido el consejo de quienes conocen bien el laberinto cuadriculado de la isla de Manhattan. "Es lo ideal", me dijeron, "una zona residencial, tranquila, sin los ajetreos y apuros de los turistas, con infinidad de tiendas y pequeños restaurantes, a un paso de varios museos y al lado de Central Park". Yo iba (fui) a tomar un curso que me habilitara (esperémoslo) para enseñar "Spanish AP" (una clase de español avanzado cuyo examen externo permite, a los alumnos que la aprueban, sumar ciertos créditos universitarios) y mi infinita Alesia para pasear por museos, escuchar algún buen concierto y disfrutar de esa ciudad que ha sido narrada y cantada incansablemente.

El Destino, dios de todos los dioses, torció nuestra voluntad y terminé viajando solo —los días indispensables para recibir las lecciones— para, casi de inmediato, emprender ruta a Singapur, donde Alesia, aún sin piano pero siempre con música, me espera. Llegué al JFK (uno de los tres aeropuertos que sirven a la isla) y estuve una hora en Migraciones. Nada más lento que caer en la fila del guardia, estadounidense de primera generación, que revisa afanoso nuestros papeles como si todos fuéramos sospechosos de querer instalarnos indefinida (e ilegalmente) en "el sueño americano". Después, otros noventa minutos en la cola del taxi ("no sé qué pasa hoy día, chico", me decía un cubano eléctrico que ofrecía un bus "que sale ahorita, chico, a gran central, chico, y solo dieciocho dólares"), hasta que, finalmente, pude decirle al educado conductor indio: "please, to the 133 West 82nd, between Amsterdam and Columbus".

Salvo tener que subir las escaleras (cosa que yo no amo y mis kilos detestan), la propiedad de Susan y Warren —compositora ella, aquitecto él— es una maravilla. Un minidepartamento con todo lo necesario —hasta los crujientes escalones— para que uno se sienta "en casa"; ubicado en una zona tranquila pero transitada, donde no llegan las multitudes y los restaurantes, que siempre tienen comensales, tienen —siempre también— un espacio para los turistas curiosos y hambrientos.

Como mi curso era en Fordham University, caminé todos los días las veintitantas cuadras que separaban mi habitación de Linconl Square y puede ver (y disfrutar), andando un día por Amsterdam, otro por Columbus, otro por Broadway, las decenas de "delis", "diners", bodegas, cafeterías, minimercados y restaurantes. También los carittos, metálicos y con ruedas, que llegan cada mañana a instalarse en las esquinas con los célebres "hotdogs" y "pretzels" de Nueva York y, además, los no menos famosos que venden "kebabs" turcos, sánguches cubanos y jugos de frutas.

A mí la gente de Nueva York se me antoja simpática, al menos la gente sencilla con la que me crucé, los que atienden en las bodegas, los mozos, los porteros, los taxistas; más de una vez me perdí y siempre alguien me explicó, con paciencia, cómo retomar el rumbo. Creo que la mala fama de los niuyorquinos nace (como también lo sospecho en Singapur) de la lógica, estéril y acomplejada, que dicta "como mi vecino no me saluda, entonces, yo no saludo a mi vecino". Sí, gente con mala leche hay en todas partes, pero la mayoría de los seres humanos —esa es mi fe— son amables cuando son tratados amablemente y están dispuestos a prestar generosos su ayuda.

Seis días son nada para una ciudad como Nueva York, más aún si uno tiene clases desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero siempre hay tiempo para un paseo por Central Park con sus miles de ciclistas y corredores huyéndole a la vejez y al infarto, para andar la Quinta avenida con sus tiendas espectaculares —hechas para alimentar la avaricia de la gente—, para toparse con mendigos haraganes pidiendo unas monedas para comprarse un poco más de marihuana, para cruzarse en el camino de perros mimados que pasean en carritos para bebés tratando de curar —inútilmente— la soledad de sus ricos dueños, para caminar (y equivocarse de rumbo y volver veinte cuadras y llegar) hasta Grand Central, la centenaria estación central del metro y los ferrocarriles y comerse allí, en su extraordinario mercado, unos trozos de jamón fresco en pan con calenturas de recién horneado. Sí, seis días son poco, pero suficientes para escaparse una tarde y visitar la biblioteca pública y emocionarse con una exhibición sobre García Lorca y hacerse niño de nuevo con una exhibición que trata de explicar (y lo hace deliciosamente) "why children´s books matter".

Qué desfile de gente, de todo y para todos los gustos, desde la que poco deja a la imaginación con sus mínimas transparencias hasta la que se cubre de negro, de pies a cabeza (mientras el cretino del marido camina, veraniego, en pantalones cortos y sandalias, mirando de reojo las caderas de la cubana que marcha alegremente al lado, bamboleando su pantalones apretadísimos). El tipo de coloreada corbata michi y camisa a cuadros que camina junto a la elegantísima mujer de tacos, minifalda y piernas interminables, los turistas distraídos, los niuyorkinos que nos miran con tolerante enfado, los ilegales que tratan de parecer locales y los ancianos que se sientan a esperar la muerte mientras regalan aburridamente migajas a las palomas.

Y, por supuesto, entre todos, las viejas amigas que uno se encuentra (y, con ellas, los recuerdos, las historias y los sueños de un tiempo que fue nuestro aunque ya no lo sea) y la hermana (y el novio amable y generoso) que se toma un avión desde Lima y que va, no por los rascacielos ni por las luces sino porque allí estaba yo (y que, con la misma alegría, hubiera ido a una ciudad bombardeada o asediada por la peste) para compartir el pan y la palabra y honrar, una vez más, la promesa de la familia.

Nueva York sin Alesia no fue, no pudo ser, lo que habíamos soñado (es casi una traición ser feliz sin ella), sin embargo, esta inmensa Babel de la que habló Lorca, resiste silencios y ruidos, se mantiene en pie, sobrevive a cotidianos malententidos y se yergue, invencible aún, como esa ciudad fascinante y maravillosa que tantos poetas cantaron y que, lo sé, nos recibirá algún día, otra vez, más temprano que tarde, para que los que somos y los que seremos, podamos caminar —de nuevo— por sus calles, sorprendenos —una vez más— con su gente y hundirnos —felices— en su misterio.

En el aeropuerto de Amsterdam, domingo 14 de julio del 2013

Saturday, July 06, 2013

Entre Botero y Dalí

A través de los años, mi hermana, que trabaja en el mundo de los seguros, me ha lavado amorosamente el cerebro con eso de "es mejor tener un seguro y no necesitarlo, que necesitar un seguro y no tenerlo"; por eso, aunque jamás lo usamos, no me arrepiento de los varios miles de dólares que pagamos en Indonesia "por si acaso". Es harto sabido que los seguros se basan en la ley de probabilidades, o sea, "es muy probable que, de los muchos que los pagan, solo unos cuantos los usen".  El riesgo (para las aseguradoras, claro) de que uno empiece a gastarles dinero aumenta si las condiciones personales son desfavorablemente (sedentarismo, obesidad, tabaquismo y un montón de etcéteras), pero si eres joven y saludable (¿quién dijo yo?), ese riesgo es mínimo. Como soy tonto pero no tanto, tengo consciencia de que, sin una póliza de seguro médico, de presentarse un problema mayor (en países donde los sistemas de salud pública son infames o inexistentes) sencillamente hay que morirse, porque lo que el diablo pudiera ofrecer por nuestras almas pecaminosas jamás alcanzaría para pagar las facturas, inmensas como un tumor hipertrofiado, con las que suelen despedirnos los honrados doctores de sus clínicas con aire acondicionado, cuando nos dan de alta o cuando ("hay cosas que están en las manos de dios") nuestros deudos llorosos quieren retirar nuestro cadáver.

Estar "entre trabajos" puede ponernos (hablando de seguros, coberturas y demás hierbas) en zonas grises o "tierras de nadie".  Claro que un hombre previsor (yo no lo soy, pero mi hermana es persuasiva y convincente y los años van enseñando a golpes) debe tomar la precaución de extender la cobertura del seguro del "trabajo anterior" hasta los días en que se inicia la protección del seguro del "nuevo trabajo". Y así lo hice.  Todos menos el de vida.

Lo gracioso (o terrible, según se vea) del seguro de vida, es que para conseguirlo, hay que morirse (algo así como que, para verificar eso de la vida eterna, hay que abandonar esta efímera existencia y "usted primero, caballero").  Lo bueno (¡hay que mantener las actitud positiva!) es que tus herederos, a los cuales ibas a dejarle solo deudas, reciben un algo que puede darles tiempo para digerir la pena, recomponerse y empezar de nuevo.

No hablo de los seguros de vida de las telenovelas, esos que hacen millonaria a la viuda (negra) o al hijo (ingrato), me refiero a los sencillos, comunes y silvestres, que tenemos nosotros, empleados asalariados y aspirantes a raquíticos burgueses, que permiten que (además) la familia no se descalabre económicamente a la hora (accidental, importuna e imprevista) de morirnos.

El mío (el seguro, digo, el anterior) expiró en junio y el nuevo no me cubre hasta fines de julio, dejándome casi cuatro semanas "fuera de juego".  Ahora bien, entiendo que lo más recomendable (y grato) sería no morirse, pero cuando uno se trepa a un avión que va a recorrer, dos veces en una semana, los quince mil kilómetros que separan Singapur y Nueva York, las apuestas empiezan y uno, mortal al fin, se pone nervioso.

Seguro de vida por tres semana no te venden o no sé o no supe buscarlo, lo que sí te ofrecen con mayor entusiasmo es el "de accidentes para viajeros", eso sí, conseguirlo fue otra historia que dejo para otro día (a ver si alguien me explica, ¿qué sentido tiene poder comprarlo "online" cuando luego te piden que imprimas todo y resulta que tú, de vacaciones y en medio de la mudanza, no tienes ninguna impresora a la mano).

Lo cierto es que ya soy un viajero asegurado (y hasta prometen pagarme ochenta dólares si mi vuelo se demora más de seis horas) y, supongo, debo sentirme feliz como la familia que aparece sonriente en el folleto.  No sé, creo que prefiero no morirme ni accidentarme ni perder los vuelos.  Además, con la lista de exclusiones tan grande y odiosa que tiene mi seguro, me dan ganas de decirle a mi (aún) improbable viuda: "si te pagan, vamos a medias".

Coda explicatoria: ¿Y qué tienen que ver Botero y Dalí con mi seguro de viajero? Nada.  Solo que la oficina donde lo compré queda en la zona financiera de Singapur y allí, frente al río, después de malgastar un par de horas en deprimentes papeleos, nos encontramos con sendas estatuas del colombiano y del español, y mi mujer sonreía como dos vidas y yo decidí no morirme (al menos por ahora) y entendí que lo que acabábamos de pagar por el seguro era, en realidad, una donación para aquellos que, casi siempre, tienen mucho dinero, pero son muy pobres.