Sunday, August 04, 2013

Mi Casa

No se crea que mi silencio nace de la flojera (vieja amiga de largas jornadas, que no es de gentil negar pero que ya no invoco, tanto). 

Sucede que han sido quince días feroces entre la "semana de asentamiento" (traducción mía y espantosa de "settling in week"), la bienvenida, las cenas, las charlas "de adaptación", la nueva cuenta bancaria, el nuevo número de teléfono, la búsqueda de departamento, la negociación con los agentes (el de los dueños y la nuestra, que siempre son dos y los paga el dueño, salvo que el alquiler sea por menos de tres mil dólares y, entonces, mala suerte, pagas tú) y la administración del colegio (que finalmente es quien garantiza los pagos), la firma de una especie de "carta de intención", la revisión milimétrica (y aburrida) del lugar (en Singapur donde el más común y corriente de los departamentos privados pasa los setecientos mil dólares los dueños suelen ser quisquillosos), las fotos, más firmas, el traspaso de los servicios (agua, luz y gas no se asignan a una dirección sino a una persona, así que si te vas sin pagar igual te persiguen), el GIRO (que ellos pronuncian "yairo"), que no es otra cosa que el débito directo de tu cuenta de ahorros, con lo cual se evitan —ellos— los "este mes no me alcanzó" —tuyos—; y la compra de los electrodomésticos y los muebles (¿para qué escogimos un departamento desamoblado y sin aparatos eléctricos?, ¡si uno hubiera sabido los mil tipos de lavadoras y secadoras que existen!) y buscar la cama (¿tienen idea de los precios y de las infinitas opciones de colchones, almohadas y frazadas que en el mundo son y cuánto se demoran en mandarla del salón de exhibición a tu dormitorio?) y el sofá-cama ("por favor lo necesito para mañana que no tenemos dónde dormir") y entregarle los huesos por una semana al comprado en IKEA (donde, si eres, como yo, inútil y no tienes carro, debes agregarle al súper precio el 8% del valor total para que te lo armen "porque en IKEA no armamos los muebles para que usted disfrute la experiencia y así bajar los costos" y otros cincuenta y cinco dólares por el transporte, "porque en IKEA dejamos que usted transporte sus muebles para abaratar los precios") y, finalmente, la mudanza, o sea, la llegada del contenedor con las cuatro pilchas de las que uno no supo deshacerse (y, claro, si tienes mala suerte, la nueva administración del condominio ha decidido que no se pueden hacer mudanzas los fines de semana, así que debes ver cómo te escapas de la oficina cuando tiene cien reuniones y mil cosas que aprender y preparar antes de que lleguen mil quinientos alumnos), los señores que vienen cargando los 49 bultos ("una nada", según dicen los amigos gerentes que tienen más años —y presupuesto— cambiándose de países con sus familias) y las fotos que el encargado le toma a todo ("como evidencia, señor") y "cuidado con el piano" (y, "¡sí!, funciona") y "los libros acá" y "la ropa allá" y la cama (esa, la recién comprada, que aterrizó bondadosa, el mismo día) y todo lo que falta; que la escoba, el trapeador, el balde, la franela, la aspiradora (a estas alturas me pregunto si habito un departamento de cien metros cuadrados o si soy el encargado de una línea de abastecimiento militar en mitad de una feroz guerra de guerrillas) y las sillas y la mesa y el sofá (que siguen siendo una promesa) y los marcos con cien mil fotos de esas, "engaña nostalgias", abandonados contra el muro de la sala (porque en Indonesia era tan fácil colgarlos impunemente y ahora, acá, en la civilizada Singapur, me dicen que no, "mejor no pongas clavos que luego te va a costar una fortuna reparar la pared" —amén de la media fortuna que cuesta ponerlos—) y el cable con sus cuchucientos canales ("solo hasta el miércoles, para que vea qué le gusta") entre los cuales hay que escoger todo aquello a lo que se anime el presupuesto e Internet ("fibra óptica es mejor y más barato", pero, claro, se demoran un mes en conectarla) y la espalda que duele (y duele) porque a uno, gordo y fuera de forma, se le ocurre hacerse el valiente y ponerse a barrer con un escobillón minúsculo y odioso que, sin embargo, se veía lindo en la tienda (mi admiración y respeto a todos los barrenderos del mundo inmortalizados por Cantinflas) y los supermercados abarrotados (acá todos están comprando) y los restaurantes (los baratos y los caros) con colas interminables (porque los que no están comprando, están comiendo, que en Singapur "a todos les gusta comer pero nadie cocina") y el calor que no se rinde (son treinta grados en promedio casi todos los días) y, encima, los ciclistas que (¡San Gervasio los castigue!) han decidido que la vía peatonal es menos peligrosa que la pista (o sea, estrellarse contra un infeliz es menos riesgoso —para ellos, que no para el caminante— que hacerlo contra uno de los buses de transporte público) con lo cual arruinan lo maravilloso de las veredas y los parques que abundan...

No diré más.  Mañana es el primer día "con todos los profesores" y tenemos unas tres mil quinientas reuniones de coordinación, de las cuales las que más me interesan son —no hay que ser adivino para suponerlo— las que servirán para determinar las formas, modos y extensión de los cursos que dictaré (ya sé que a algún malpensado se le ocurrió que iba a escribir "los desayunos" que, dicho sea de paso, son soberbios). 

En una semana más llegan todos los alumnos y allí estaremos, en las trincheras, como siempre, aunque cada vez parezca la primera.

Ah, mi condominio (corrijo, "el condominio donde queda el departamento que alquilamos") se llama "Mi Casa" (a la foto me remito) y —"a pesar de los pesares"— nos gusta —y mucho—. 

Ya escribiré más al respecto.  Por ahora me quedo con esa frase, tan mexicana y tan querida, "mi casa es su casa" y, sí, acá, usted, tú, ustedes (avisen, no más, que solo hay un cuarto de huéspedes) tienen, ya lo saben, su casa en "Mi Casa", que queda en Choa Chu Kang o "CiCiKei", como dicen los locales.  El kopi del "hawker centre" más cercano (diez minutos andando) es delicioso y solo cuesta un dólar. ¡La casa invita!

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