Monday, October 28, 2013

Manual para cruzar la frontera (2)

Quien decida cruzar la frontera que separa Singapur de Malasia, hágalo, como decía Machado, «ligero de equipaje». Cuanto menos cosas, mejor. Lo primero es levantarse temprano, sin madrugar pero sin dejar que se escape la mañana. Si lo que uno va a hacer es comprar en los centros comerciales (aprovechándose de la diferencia de valor entre el dólar singapurense y el ringgit malayo, SG$1,00 = MYR2,54), hay que tener en cuenta que estos abren a las diez de la mañana y no tiene sentido llegar antes para quedarse parado en la puerta (si el apuro lo pone «al otro lado» muy temprano, no pasa nada, al frente de Bukit Indah hay un Mac Donald´s que atiende 24 horas y un desayuno extracalórico antes de la jornada tampoco es que venga mal).

Como vivimos en Choa Chu Kang («al otro lado de la isla» para los turistas que solo conocen Orchard Road y Marina Bay Sands), la estación Jurong East del MRT (el metro local, línea roja) nos queda a solo tres paradas. En Jurong, si tiene hambre, aguántesela, que Jems (el centro comercial más cercano) está cerrado y el Wendy´s de la estación es un desastre y, encima, caro.  En la parada de los buses (a pocos pasos de la del metro) hay lugares para esperar infinidad de líneas que llevan por toda la isla; además, se encuentra el paradero de la ruta CW3 («Causeway Link, the smiling bus»), que cruza «al otro lado».  Para subir hay que pagar en efectivo (SG$4,00) y se recomienda conservar el boleto.

El bus tiene una frecuencia de quince minutos y la cola es suficientemente larga como para llenarlo a tope, cual lata de sardinas (no se asuste si escucha gritos destemplados, resulta que los encargados son bastante entusiastas a la hora de exigir a la gente que «se acomode» para dejar espacio para más pasajeros). Nosotros decidimos esperar el siguiente e ir sentados.

El recorrido hasta el puesto fronterizo dura poco menos de veinte minutos. El bus avanza sin detenerse hasta Tuas, el cruce «nuevo», justo antes del estrecho de Johor.  Llegados allí hay que apearse.  Los que saben, salen corriendo y, solo entonces, uno entiende por qué hay quienes no tienen ningún problema con viajar de pie, ¡son los primeros en abandonar el transporte para marchar, raudos y veloces, hasta el control de migraciones!

En migraciones hay dos posibilidades, o uno hace la cola en el control manual, «buenos días, su pasaporte, por favor», revisión, sello, «buen viaje», o, si uno es singapurense, residente permanente o tiene visa de trabajo, se abre la opción del control automático, escanear el pasaporte, poner el dedo pulgar para que la huella dactilar sea comparada con la del archivo y, ¡abracadabra!, la máquina abre las puertas y aparece un mensaje en la pantalla: «buen viaje, señor Fulano de Tal».  Eso sí, verifíquese primero si es que es necesaria o no una visa para acceder a Malasia, si la respuesta es «sí», mala suerte, use el control manual porque la máquina lo rechazará y habrá perdido varios minutos inútilmente.

Pasado el control hay que salir a un inmenso estacionamiento donde se hallan muchos buses.  Esa es la llamada «tierra de nadie», técnicamente uno ya abandonó Singapur y aún no ha entrado en Malasia, ¿qué sucede si algo sucede? Digamos, ¿una emergencia médica, un accidente? Ni idea, por la dudas, camine despacio y no se agite, que no hay apuro.  Ahora bien, si por a, be o zeta razones, el asunto en el control de migraciones tomó mucho tiempo, «el bus que sonríe» se habrá marchado.  Usted no deje de sonreír ni se desespere; quince minutos después aparecerá otro ómnibus idéntico que recibirá a todos los que allí se encuentren haciendo cola para cruzar los mil metros del puente que separan un país del otro (nadie le pedirá el boleto ni le preguntará qué quiere o a dónde va, todos quieren lo mismo y van, indistintamente, al mismo lugar).

Llegados al lado malayo, otra fila y otro control manual (hay uno automático llamado «MACS», Malaysia Automated Clearance System, pero no vi a nadie que lo usara y entiendo que solo es para viajeros frecuentes, ya sea porque trabajan en Singapur o tienen negocios en Johor Bahru, investigaré, que su mayor virtud es que uno se evita un sello más en el pasaporte).

Es después de pasar migraciones y antes de salir a tomar el bus que, ¡por fin!, nos llevará al destino, que uno se encuentra con los oficiales de aduanas (yo creo que eso de poner cara de pocos amigos les viene escrito en el reglamento) y, claro, como en todos los países del área (Malasia, Singapur, Indonesia) uno se topa con grandes avisos comunicando al viajero que si se le ocurrió traficar drogas, se expone a ser condenado a muerte...

Monday, October 21, 2013

Manual para cruzar la frontera (o una jornada en Bukit Indah)

¿Consejos? Recibimos muchos. ¿Páginas en Internet? Leímos más. Pero, puestos a tomar decisiones y lanzarnos a la «aventura» de cruzar la frontera, fueron las recomendaciones de Nicolás las que seguimos casi a la letra.  Él, argentino de la pampa y excelente chef, agotó, en los años que residió en la «Ciudad de Leones», todas las posibilidades de esta cercanía de dos países cuyas distintas realidades permite, a quien viva en Singapur (y tenga las ganas, la paciencia y el talento para hacerlo), un buen ahorro de dólares al mes.

Al sur de Malasia y al norte de Singapur (pasando, claro, el estrecho que es la frontera natural entre ambos países), se halla la provincia malaya de Johor.  Hay dos puentes que unen ambas naciones y, consecuentemente, dos pasos fronterizos.  El antiguo «Johor-Singapore Causeway» (cuyas instalaciones fueron remodeladas e inauguradas como «Woodlands Checkpoint», en Singapur, en 1998, y «Sultan Iskandar Complex», en Malasia, en el 2008); y el nuevo «Malaysia-Singapore Second Link» (también conocido como «Tuas», inaugurado en 1998).

La capital de Johor es Johor Bahru («Nueva Johor» o «Yei-Bi», o sea, «JB»), tiene poco menos de un millón trescientos mil habitantes y el cruce de Woodlands enlaza Singapur con el corazón de esta ciudad (tan ligada a la isla-estado que, a pocos metros del control de migraciones malayo, hay un centro comercial muy visitado por los singapurenses).  Por otro lado, Bukit Indah es una pequeña ciudad en pleno crecimiento (sesenta mil habitantes), que forma parte de la «zona económica especial de Iskandar» y se halla a 20 minutos en coche del cruce de Tuas (pasando antes por «Legoland», un inmenso parque de atracciones visitado por miles de turistas).

Nicolás solía cruzar (con su esposa y sus tres hijas) en coche (dejo la historia del carro para otro artículo) y prefería Tuas porque «aunque el peaje es un poco más caro, siempre tiene menos congestión» y le gustaba el centro comercial de AEON porque «no hay tanta gente como en JB».  A mí, que se me antojan mejores los lugares con menos gente (no es misantropía, solo precaución), me pareció buena idea seguir los pasos de mi amigo argentino.  Claro, no tenemos coche (pero tampoco tres hijas y mi infinita Alesia aún puede manejarse bastante bien en metros y buses con sus siete meses de embarazo), así que el asunto se convirtió en un viaje en ómnibus.

En Singapur hay varios lugares donde se puede conseguir un transporte público que cruce la frontera hacia JB y alrededores; uno, por ejemplo, es Changi (el aeropuerto) y otro es Kranji (donde hay una estación de la línea roja del metro y que solía ser el paradero mas frecuentado de los ómnibus que cruzaban a Malasia). Sucede que en los últimos años, con el aumento exponencial del número de personas que atraviesan diariamente la frontera (hace poco, el periódico «The Straits Times» informaba que solo el control de Woodlands lo utilizan más de trescientos cincuenta mil viajeros cada día), los llamados «puntos de embarque» también se han multiplicado.

Como fuera; por comodidad, por cercanía, por que lo conocemos, porque Nicolás nos dijo que era el mejor lugar para tomar el bus («el amarillo, toma el CW3») hacia Bukit Indah, decidimos ir a la estación «Jurong East», al final de la línea roja del metro (a tres estaciones de Choa Chu Kang, donde vivimos), y allí comenzó nuestra aventura...

Sunday, October 13, 2013

Yeoman Prado

Que jamás se calle el canto,
que la muerte nunca pueda
comprarnos con su moneda
de tristezas y de llanto.
Nunca nos rompa el quebranto
la paz, y que el asesino
(tiempo, azar, dios o destino)
comprenda que tus canciones
alumbrarán los rincones
negros de nuestro camino.

A Yeoman lo conocí el ochenta y siete, en San Marcos. Eran años complicados, ásperos, secos.  Vivíamos entre los atentados brutales de Sendero Luminoso y la represión bruta del ejército.  El arte, como siempre, se hallaba entre dos fuegos, entre quienes querían convertirlo en panfleto y quienes veían terroristas en cualquier alma libre. Lima, idiota y vanidosa, egoísta y colonial, había ignorado (sigue haciéndolo) el horror que se vivía en los Andes, pero esta vez la sangre llegó al río, a nuestro pequeño y acomplejado río limeño, y lo tiñó de rojo (aunque ya nadie quiera acordarse y embotemos la memoria en comilonas y nuevos centros comerciales).

Yeoman hacía música.  Él y Jaunty, su hermano inseparable, componían, arreglaban y cantaban al amor y a la libertad, esas malas palabras, con la fuerza de su juventud. Entonces, los conciertos y manifestaciones culturales eran perseguidos (que estar por la vida y contra la muerte eran señal casi inequívoca de tener «inclinaciones terroristas» a los ojos miopes de un Estado lleno de miedo, incapacidad e impotencia).  La creatividad se convirtió en una amenaza y levantar la voz se hizo sospechoso. En épocas en que la sociedad se polariza, es fácil que unos y otros extremistas vean en las almas libres al enemigo.  Si tener un pensamiento propio, buscar respuestas en el arte, preferir el amor antes que el odio y la belleza de la vida antes que el espanto de la muerte, puede parecer ingenuo, serlo en medio de la vorágine de una guerra biliosa y pútrida, es un riesgo y, al mismo tiempo, es un acto de humanidad y valentía.

Yeoman y Jaunty estaban allí, en mitad de esa camino cruzado por la incomprensión y la intolerancia, y se empeñaban en hacer música, cantarle a la vida y escribirle al amor. «Cantos del Pueblo», cuyo solo nombre causaba urticaria a más de un intransigente, se convirtió en un referente de la música popular peruana de los años ochenta.  Sus canciones eran coreadas por los estudiantes universitarios y sus presentaciones eran masivas y entusiastas.

El tiempo pasó, la violencia regresó a los niveles bastardos y silenciosos que la sociedad puede tolerar sin desangrarse, y cada cual siguió su rumbo. A la ferocidad de una guerra fratricida se le sumó la cruel y paralizante cachetada de una crisis económica que se tragó esperanzas y lanzó a muchos fuera del país.

A Yeoman lo vi pocas veces desde entonces.  Los hermanos se fueron a Alemania y vivieron momentos duros, más de un infeliz quiso arruinarles la vida y más de una miseria quiso envenenarlos, pero fue inútil.  Los Prado se mantuvieron firmes y juntos, peleándole a la desgracia esa porción de felicidad y esperanza a la que, ellos lo sabían, tenían derecho.

Fueron años de carencias y decepciones, pero nunca desesperación; dos hermanos juntos son un ejército cuando hay que luchar por la felicidad del otro.  Hombro a hombro, a fuerza de música y entusiasmo, salieron adelante.  No solo sacaron brillo a sus ilusiones sino que animaron y ayudaron a otros para que hicieran lo mismo.

Yeoman se casó con Luz, una muchacha hermosa y tierna, valiente y solidaria. Tuvieron un hijo, Gigio, un niño que aún no tiene edad para entender la muerte pero que lo hará al mismo tiempo que aprenda, con emoción y con orgullo, que su padre fue un hombre bueno.

En los noventas él ya no estaba en Lima y en la primera década de este siglo también emigré.  Nos escribíamos eventualmente y hablábamos de ese proyecto nuestro en el cual él pondría la música y yo las letras de unas canciones que ya nunca haremos.

De Yeoman me queda su humanidad, su sonrisa magnífica, invencible, sus ganas de creer que todo esto vale la pena, que la música, la poesía y el arte son formas concretas del amor, de ese amor indispensable para que la existencia humana tenga sentido, para que la muerte se avergüence, para que nosotros, ahora más tristes y más solos, sigamos andando, aunque sea a paso lento, por esta vida que él, tan generosamente, hizo más hermosa.

Sunday, October 06, 2013

Empantallados y absorbidos

Viernes, poco antes del mediodía.  Mis alumnos de español dos han terminado con la prueba de la unidad uno. A estas alturas del idioma saben (confío en que sepan) un vocabulario básico para salir bien librados de una situación real en el aeropuerto de Barajas o en el mostrador de un hotel en Tegucigalpa. Todos me han entregado sus exámenes y faltan pocos minutos para que toque el timbre (que, dicho sea de paso, tiene el mismo sonido que se escucha en las terminales aéreas antes del «última llamada del vuelo 543, señor Pérez, por favor, abordar por la puerta siete») y puedan librarse de mí e invadir la cafetería (donde espero que sobreviva algún sánguche de pollo, que son de antología). «Les regalo estos cinco minutos», les digo y me pongo a arreglar los papeles antes de acometer la corregidera.

Siempre he dicho que corregir exámenes es la maldición de los profesores (aunque varios –que, estoy seguro, saben de educación mucho más que este simple poeta– podrán excomulgarme por tamaña afirmación y explicar –con certeza matemática– cómo la evaluación es una piedra fundamental en el proceso educativo).  Entiéndaseme –ojalá– , amo mis clases, la interacción, la discusión con los alumnos, cuestionarlos y animarlos a que me cuestionen, que reten mis conocimientos y me acorralen con preguntas cuyas respuestas ignoro y buscarlas juntos «para desasnarnos», reírnos, burlarnos de los días grises, celebrar los buenos, empujarlos a andar –tiernos y feroces– por la vida, descubrir quiénes son y verlos asombrarse cuando se percatan de algo ignorado de tan evidente: que el profesor es un tipo más, como tantos, como ellos, de hecho un poco (¡o bastante!) más viejo pero con una historia –en lo esencial–, no por más abultada, menos parecida.  Lo que no me hace feliz –mea culpa– es pasarme las horas revisando papeles ajenos (cuando aún corregir los míos me causa una fatiga voraz e inenarrable).

En fin, preparaba el ánimo para las siguientes horas revisando exámenes y, de pronto, me pareció que algo andaba mal.  Yo había bajado la cabeza y el minuto que extravié entre papeles me pareció infinito.  Ni el más ligero ruido cruzó el aire, la calma era absoluta y, recordando quizá viejas maldades de los chicos (que fuimos) contra los profesores (que fueron), alcé la cabeza de inmediato listo para ser testigo (o víctima) de cualquier barbaridad.  Grande fue mi sorpresa cuando comprobé que nada pasaba. Nada.

Los alumnos estaban –todos– con sus computadoras abiertas y absortos –cada cual en el suyo– en mundos que desconozco, concentrados en universos ajenos, conversando quizá con algún amigo en otro salón o en otro continente. Alguno se distraería escuchando música y otros, intuyo, recorrerían las fotos de «féisbuk» hurgando la vida de quienes parecen que aman ser fisgoneados.  Ignoro qué tanto puede hacer un joven en un minuto frente a la máquina pero sé que era («eran», las cosas que hacían o veían o escuchaban) lo suficientemente atractivo, absorbente y fascinante como para tenerlos embrujados, transitoriamente enajenados y embebidos; cautivos de la computadora como el pobre Dédalo lo estuvo de su propio laberinto.

«¡No puede ser!» dije levantado la voz de manera tal que más de uno dio un salto arrebatado de su «empantallamiento» (que ni siquiera era «ensimismamiento»), «no puede ser que no hagan nada».  Me miraron como pensando «ahora sí se volvió loco», pero seguí.  «¿Qué hacen?» les pregunté y alguien (que no comprendió lo retórico del asunto) protestó: «pero, si estamos tranquilos».  Y yo: «¡Exacto! ¿No se dan cuenta?»  Y empecé a explicarles cómo, «en mi época», esos cinco minutos se hubieran convertido en un escándalo incontrolable, con todos corriendo alrededor de las carpetas, unos silbando, otros gritando y alguna pelota (o la mota o una cartuchera o muchas tizas) atravesando el salón en busca de su más o menos distraído objetivo. «¿Y ustedes qué hacen? Tienen a sus amigos al lado y ni los miran, se hunden en sus computadoras e ignoran olímpicamente a quienes están en el mismo salón que ustedes...».

Iba a continuar con mi discurso sobre la amistad real frente al espejismo de los mil amigos de «Facebook» (hasta iba a confesarles que yo tengo dos mil), cuando sonó la campana («señor Mejía, por favor callarse y dejar salir a los alumnos») y me odiaron un poco y, sí, me callé y les dije «ya vayan» y abandoné los papeles y me enterré en la máquina, tan solo y tan acompañado, y me puse a escribir este artículo que ustedes están leyendo...