Sunday, August 25, 2013

Elisa y Kailin

Cuando uno vive en el extranjero siempre anda buscando cosas que lo conecten a lo que es, a su esencia, a eso que se lleva guardado en la memoria emocional que llamamos «alma». Ahora bien, vivir en Singapur, en esta isla del sudeste asiático que tan amable nos recibe, es hacerlo no solo muy lejos de la familia y de los amigos sino, también, del idioma, de las palabras que nos definen, de los cuentos de la infancia, de las canciones que marcaron o desmarcaron nuestra juventud.

La lengua se nos va alejando y un día, de pronto, uno se sorprende a sí mismo —con más vergüenza que horror— conversando en (pésimo) inglés con otro hispanohablante. Cuando eso ocurre hay que tomar medidas drásticas; conectarse con las radios del país de uno (que son elementales, pero criollas); leer los periódicos nuestros (bueno, de ellos, pero no queremos hablar de política hoy día); buscar en la computadora las canciones que grabamos hace tanto, antes de irnos; llamar a los hermanos, a la exmujer o a cualquiera que nos escuche con trece horas de diferencia o aferrarse a la palabra de los grandes, conversarse un café con Borges, aliviar un tinto con Neruda o charlar con Vallejo recordando a la «andina y dulce Rita, de junco y capulí».

En esas circunstancias, cuando uno está paseando por esa vitrina inmensa de deseos y vanidades que se inventó el señor Zuckerberg, encontrarse con el fresco mensaje de una muchacha que dice «¡Hola! Soy uruguaya de origen y relativamente nueva en Singapur. Soy cantora/compositora y este viernes 16 es mi cumple y voy a tener un concierto GRATIS en Artistry cafe. Pasen a saludar», resulta emocionante y atractivo (y, no, no fue el «gratis» escandaloso el que llamó mi atención sino la noticia de saber a una cantante uruguaya tan lejos de sus pagos y tan cerca de nosotros).  Así que decidimos con Alesia «ir el viernes al centro», y fuimos.

Uruguay es un país que jamás he pisado y, sin embargo, me es muy querido.  Si en la adolescencia milité en la «Defensa de la alegría» con Mario Benedetti, en la juventud me pasé muchas temporadas en «El pozo» que Juan Carlos Onetti descubrió (que no excavó) para nosotros.  Sobre todo, una de mis más respetadas maestras, y entrañable amiga, es uruguaya.  Raquel García fue quien, en los días del doctorado de Literatura (sí, ya sé, debo la tesis), nos hizo digerible a Onetti y nos guió por ese mundo que el escritor pinta, a veces tan sórdido y siempre, felizmente, tan humano.

Llegamos.  El café era pequeño y acogedor, la atención remolona pero entusiasta, las sillas incómodas pero generosas.  Elisa, que así se llama la cantante, se hallaba en la puerta, fresca y luminosa; adentro, un par de personas hacían las pruebas de sonido.  «¡Feliz día!», «bienvenidos, gracias, por acompañarme, adelante...», pasamos y, como era temprano («y los latinos siempre llegan tarde»), conseguimos un espacio al final de la mesa interminable que ocupa la mitad de ese café/galería.  Más allá estaba el escenario y muchas sillas desparramadas (que fueron milagrosamente reproduciéndose y ordenándose a medida que la gente arribaba).

El espectáculo empezó con «Gracias a la vida».  La voz de Elisa García comenzó suave y, poco a poco, fue capturándolo todo, poderosa y abarcadora.  Violeta Parra, lo sé, se habría alegrado de saberse cantada, respetada y agradecida, tan lejos de su Chile.  Al lado de Elisa, un violín magnífico hacía las delicias del público con unos solos que mostraban no solo el profesionalismo de quien ha dedicado años al instrumento sino, sobre todo, una comprensión apasionada de la cultura latinoamericana (luego entenderíamos que Elisa es la pasión que hace de Kailin Yong un amante de música latina).

Luego siguieron un par de horas maravillosas en las que nos embarcamos, llevados por a voz de Elisa y el violín de Kailin, en un viaje que incluyó tango, cumbia, huapango, samba y nueva trova.  Fuimos de Argentina a México, de Silvio Rodríguez a Alfredo Zitarrosa, de emoción en recuerdo y de felicidad en nostalgia. Cantar «La maza» y preguntarse cuánto de «servidor de pasado en copa nueva» hay en nosotros; acompañar el «cucurrucucú» de la paloma y recordar a Miguel Aceves Mejía; alegrarse de escuchar «El día que me quieras» y decirse «sí, ríe la vida, aunque sus ojos no son negros sino verdes, como la esperanza».

Y para que la jornada fuera completa, qué mejor que disfrutar de las propias composiciones de Elisa, dos de ellas en especial, «Mar» y «Solcito», cuyos ritmos, íntimos, delicados, alegres y emocionantes dieron un aire mucho más familiar a una reunión a la que la gente fue llegando conforme pasaban los minutos y cuyo entusiasmo fue en alza de la mano del talento de los artistas (y, claro, de la espuma de las cervezas).

El cierre, atrevido e interesante, fue una samba mezclada con música electrónica.  El talento de Siva Sai Saravanan, el artista invitado, permitió acrobacias rítmicas, no solo con las melodías sino con la misma voz de Elisa que, grabada "en vivo" y repetida al unísono, como si de un coro se tratase, llenó todos los rincones de la sala con el feliz y pegajoso ritmo brasileño.

Caminando por la calle Victoria, de regreso a casa, con mi infinita Alesia tomándome del brazo, me parecía que el mundo era mejor, que todavía la humanidad no ha cantado su última canción.

Sunday, August 18, 2013

Viernes por la noche

La semana fue dura.  Primeros días de clases.  Los jóvenes siempre jóvenes y nosotros, los profesores, un año más viejos.  País nuevo, mudanza, estar a medio estar, entre las paredes aún sin los cuadros, que miran impacientes desde el suelo, los pocos libros que han sobrevivido mis andanzas aún en las cajas, el sillón rojo todavía abandonado sin un sofá que lo acompañe, el comedor inexistente, la tetera fungiendo de jarra y el barrio que habitamos aún el misterio que vamos resolviendo poco a poco con las caminatas vespertinas.

Cuando camino —perdóneseme la manía de saltar de asunto en tema tan villanamente—  no puedo dejar de pensar en mis padres.  Ellos caminaban Lima y, cada tanto, mi papá, en medio de sus discursos interminables de los que solo mi madre sabía llevar el hilo, se detenía, volteaba y le hablaba mirándola, como si eso que estaba pronunciando no pudiera decirse viendo el horizonte y fuera imprescindible hacerlo también con los ojos.  Tampoco puedo dejar de pensar en mi amigo Pato, tan humano, que allá, en Buenos Aires, camina desde hace tres décadas con Marisa, la muchacha aquella que se encontró en la cola para matricularse en la universidad y con quien debe haber andando, feliz, miles de veces, las mismas veredas que Borges fatigó, viéndolo todo, tan ciego.

Decía que la semana fue dura y nos encontró más viejos (y miento, porque ella es infinita y lo infinito no conoce el paso del tiempo) y así el viernes llegó, como un salvavidas, con sus sonrisas, sus pausas, sus celebraciones.  Nos encontramos en el metro, como en las películas.  "En el primer vagón". Solo que yo, siempre en la luna, estaba en el otro lado del andén, yendo en sentido contrario.  "Baja en la próxima estación y yo subo en el siguiente tren, siempre en el vagón del comienzo" y allí estaba ella, sonriente, siempre, entusiasta, siempre, dulce y serena, feliz y llena de esa energía que es tan suya y que es mía, porque me la robo y porque ella la comparte generosa.

"Vamos al centro, se presenta una cantante latinoamericana en un café".  Y fuimos.

Hay que decir que esas calles son distintas.  Ahora que ya no somos turistas, ahora que Singapur es donde estamos y que decidimos mudarnos a un barrio casi sin extranjeros, las calles del centro, tan pobladas de turistas y expatriados (esa linda palabrita, tan prima hermana del exilio, el pariente pobre) nos parecen otro mundo.  Empiezo a creer que dos Singapures cohabitan en esta isla, ese, de turistas y ejecutivos, que empieza en el aeropuerto de Changi, salta a los centros comerciales de Orchard y se da una vuelta por los casinos de Sentosa; y el otro, el que nos cobija, el de carne y hueso, el "de a verdad", el que busca su identidad en la fusión de tres culturas que conviven tercamente en paz, el de los grandes edificios de apartamentos (HDB), los "hawkers", el "chicken rice" y el kopi que tan amablemente va engordándome con sus dos cucharadas de leche condensada que endulzan ese café, negro y poderoso, capaz de hacer saltar el corazón más viejo como si se tratase del de un chiquillo.

Las calles del centro están pobladas.  Es viernes y todos han decidido que hay que cansar la fatiga de la semana saliendo y celebrando la vida, reafirmándose en el entusiasmo, encarando el desaliento de los músculos y extenuando el agobio, confundiéndolo.  Estamos en la calle Victoria —como mi madre, como mi hermana, como esa promesa de donde se agarra la vida— y caminamos hasta la Pinang.  Es un barrio bohemio.  Allí puede toparse uno con un concierto, una sesión de jazz, bares, cafés y uno que otro establecimiento de luces llamativas y puertas sospechosamente discretas.

Nosotros andamos del brazo, conversando las calles.  Buscamos, sin apuro y entusiastas, el establecimiento donde nos han prometido un concierto de música en castellano.  Lo encontramos.  Se llama "Artistry". Cuadros en las paredes, una mesa larga, un sillón, una barra, sillas desparramadas, esperándonos.  Hay flores cerca de la entrada.  Saludamos a la cantante, joven, entusiasta, llena de vida.  Está sola, ordenando y ordenándose, preparando el espacio y el alma para cantarnos.  Se llama Elisa García, es de Uruguay.  Su pareja, Kailin Yong, es de Singapur; por él ella está acá.  Todo eso pregunto, todo eso responde Elisa con amable paciencia. Nada más sabemos. Por ahora.

"¡Buena suerte y feliz día!"  Elisa ha decidido ofrecer un concierto en la fecha misma de su cumpleaños y acá estamos, para celebrar con ella, para celebrar la vida, para celebrarnos.

Sunday, August 11, 2013

Los chanchos vuelan (2)

Si la ida me pareció mala, la vuelta estuvo a punto de convertirse en una tragedia.

Cuando partí de Changi el asunto se veía feo.  Si bien traté de ser previsor y compré boletos en "Economy Comfort seats" (pagas un poco más y tu asiento tiene 10 centímetros más que el del común de los turistas, suena poco pero, allá arriba, a diez mil metros de altura y en vuelos de doce o trece horas, puede ser la diferencia entre la resistencia heroica y un ataque de claustrofobia), uno no puede evitarse los vecinos complicados.

Llego a mi asiento y veo, en el sitio del medio (yo siempre escojo pasillo porque prefiero que me molesten con "permiso voy a baño" antes que molestar yo con lo mismo) me encuentro con un señor que deambulaba entre la sesentena y la setentena.  Alemán o austriaco u holandés, quién sabe, grande, bigotudo y con cara de perro, que me mira (supongo) maldiciendo la hora en que le toqué de compañero de vuelo.  Me siento, trato de sumir mis excesos de la mejor manera, de arrinconarme contra el pasillo, de no moverme, de ser, por una vez en mi vida, ligero, tenue, de movimientos controlados. Vano esfuerzo.  Soy gordo.  Y los gordos necesitamos espacio.  Veo de reojo que el sujeto acumula incomodidad y está a punto de decir algo.  Sin embargo, una vez más, la diosa Fortuna (esa que jamás me ha fallado) me libra de la cólera del anciano.  Al otro lado, pegado a la ventana, se encuentra un sujeto en sus cuarenta, estándar, común y corriente, pero que, arropado en su sueño (estaba acurrucado desde antes de que el avión partiera y se mantuvo así hasta que llegamos a Ámsterdam) se dedicó, todo el viaje, a dar vueltas sobre sí mismo para malhumor de mi verdugo que, nadie sabe para quien trabaja, terminó pidiéndome amablemente, tres o cuatro veces, permiso para "ir al baño" y librarse por un rato del odioso vecino.  Y hasta sonrió.

En Holanda me duché (nada como el agua para parecer un ser humano nuevamente, aunque otro día hablaré del aeropuerto, los "executive lounge" y todo eso).

El vuelo a Nueva York fue una maravilla.  Me tocó una familia de cuatro que había escogido dos asientos en una fila y dos en la siguiente.  Los hijos, preadolescentes, estaban al lado de la ventana y los padres en el asiento del medio. En mi fila se encontraban las mujeres que, para mi fortuna, eran delgadas como un suspiro y amables.  Estaban en lo suyo que era conversar o pasar el rato leyendo quién sabe qué o dormitando.  Mis abundancias pasaron desapercibidas (es un decir) y el viaje trascurrió en paz.  Fui más que feliz parándome y dejándolas ir al baño setecientas veces y la madre (contemporánea mía, pero madre al fin) hasta permitió que subiera ligeramente el brazo del asiento que empezaba a maltratarme.

Echarle a Nueva York la culpa de mi peso sería una injusticia.  Sin embargo, no dudo en sindicarlo como cómplice de mis antojos y corresponsable de los kilos que me traje (con sus "delis", sus "diners", sus kioskos con jugos de frutas, sánguches y dulces, y sus miles de restaurantes).  El hombre que regresaba a Singapur era ligeramente (nótese el adverbio) más amplio que el que llegó a la Gran Manzana y ese sujeto, "ay, mísero de mí, ay, infelice", llegó a un avión que era de otro modelo y en el cual, el mismo asiento que tan cuidadosamente elegimos, quedaba en la primera fila.

Es la más codiciada, le da al pasajero un espacio interminable para estirar las piernas y solo le obliga a aprenderse cómo abrir la puerta de emergencia (y con suerte no pasa nada y con mala suerte el avión se estrella haciendo inútil el aprendizaje) y lo confina a unos asientos que, en vez de brazo, tienen una placas de metal que separan los asientos.  En la primera fila, si eres flaco, ni cuenta te das, pero si eres gordo...

"Lucky you sir, you have the first line!", me dijo la azafata o sonrió insinuándolo. La odié un poquito.

No. A ver. Las caminatas a lo mejor contrarrestaron los helados y bajé de peso. Hagamos el intento. Total, puedes estirar las piernas. Vamos. Sonríe y ya. Adelante. Siéntate... No, claro, no bajé, seguro que subí. ¿Y ahora? "Resistiré, amor, resistiré".

Diez minutos.  No resisto.  Las venas, que no es las lleve mantenidas a la perfección, empiezan a resentirse y la falta de circulación sanguínea y el dolor se hacen insoportables. Al diablo.  Me libero del cinturón, me levanto furioso. "Sorry, miss, sorry, but I do not fit in here", la azafata que me mira sorprendida, que "un momento", que va, que viene, que "no se pueden hacer cambios hasta que despegue el avión", la supervisora, yo de pie, cara de loco, sir, sorry, hablan, se dicen quién sabe qué, se acercan a un pasajero, niega con la cabeza, a otro, que no, a otro, a la tercera va la vencida, sonrisa, "thanks", "no problem" "thank you very much", sonrisa, sentarse, cinturón y al aire. Aunque no tenía a nadie a lado, fue el vuelo más incómodo y odioso que he tenido.  Vaya uno a saber si es cierto eso de lo psicosomático, lo cierto es que no dormí y solo me sacudí el mal humor con el duchazo que me di en Amsterdam.

El último tramo fue en el sitio de siempre.  A mi lado se sentó un tipo flaco y alto que, sospecho, comprendía (en sus larguezas) mis problemas (y anchuras).  Dejó el brazo del asiento en alto y se dedicó a trabajar en la computadora.  Yo me comí dos helados.

Mañana, como todos los lunes, empiezo la dieta.

Sunday, August 04, 2013

Mi Casa

No se crea que mi silencio nace de la flojera (vieja amiga de largas jornadas, que no es de gentil negar pero que ya no invoco, tanto). 

Sucede que han sido quince días feroces entre la "semana de asentamiento" (traducción mía y espantosa de "settling in week"), la bienvenida, las cenas, las charlas "de adaptación", la nueva cuenta bancaria, el nuevo número de teléfono, la búsqueda de departamento, la negociación con los agentes (el de los dueños y la nuestra, que siempre son dos y los paga el dueño, salvo que el alquiler sea por menos de tres mil dólares y, entonces, mala suerte, pagas tú) y la administración del colegio (que finalmente es quien garantiza los pagos), la firma de una especie de "carta de intención", la revisión milimétrica (y aburrida) del lugar (en Singapur donde el más común y corriente de los departamentos privados pasa los setecientos mil dólares los dueños suelen ser quisquillosos), las fotos, más firmas, el traspaso de los servicios (agua, luz y gas no se asignan a una dirección sino a una persona, así que si te vas sin pagar igual te persiguen), el GIRO (que ellos pronuncian "yairo"), que no es otra cosa que el débito directo de tu cuenta de ahorros, con lo cual se evitan —ellos— los "este mes no me alcanzó" —tuyos—; y la compra de los electrodomésticos y los muebles (¿para qué escogimos un departamento desamoblado y sin aparatos eléctricos?, ¡si uno hubiera sabido los mil tipos de lavadoras y secadoras que existen!) y buscar la cama (¿tienen idea de los precios y de las infinitas opciones de colchones, almohadas y frazadas que en el mundo son y cuánto se demoran en mandarla del salón de exhibición a tu dormitorio?) y el sofá-cama ("por favor lo necesito para mañana que no tenemos dónde dormir") y entregarle los huesos por una semana al comprado en IKEA (donde, si eres, como yo, inútil y no tienes carro, debes agregarle al súper precio el 8% del valor total para que te lo armen "porque en IKEA no armamos los muebles para que usted disfrute la experiencia y así bajar los costos" y otros cincuenta y cinco dólares por el transporte, "porque en IKEA dejamos que usted transporte sus muebles para abaratar los precios") y, finalmente, la mudanza, o sea, la llegada del contenedor con las cuatro pilchas de las que uno no supo deshacerse (y, claro, si tienes mala suerte, la nueva administración del condominio ha decidido que no se pueden hacer mudanzas los fines de semana, así que debes ver cómo te escapas de la oficina cuando tiene cien reuniones y mil cosas que aprender y preparar antes de que lleguen mil quinientos alumnos), los señores que vienen cargando los 49 bultos ("una nada", según dicen los amigos gerentes que tienen más años —y presupuesto— cambiándose de países con sus familias) y las fotos que el encargado le toma a todo ("como evidencia, señor") y "cuidado con el piano" (y, "¡sí!, funciona") y "los libros acá" y "la ropa allá" y la cama (esa, la recién comprada, que aterrizó bondadosa, el mismo día) y todo lo que falta; que la escoba, el trapeador, el balde, la franela, la aspiradora (a estas alturas me pregunto si habito un departamento de cien metros cuadrados o si soy el encargado de una línea de abastecimiento militar en mitad de una feroz guerra de guerrillas) y las sillas y la mesa y el sofá (que siguen siendo una promesa) y los marcos con cien mil fotos de esas, "engaña nostalgias", abandonados contra el muro de la sala (porque en Indonesia era tan fácil colgarlos impunemente y ahora, acá, en la civilizada Singapur, me dicen que no, "mejor no pongas clavos que luego te va a costar una fortuna reparar la pared" —amén de la media fortuna que cuesta ponerlos—) y el cable con sus cuchucientos canales ("solo hasta el miércoles, para que vea qué le gusta") entre los cuales hay que escoger todo aquello a lo que se anime el presupuesto e Internet ("fibra óptica es mejor y más barato", pero, claro, se demoran un mes en conectarla) y la espalda que duele (y duele) porque a uno, gordo y fuera de forma, se le ocurre hacerse el valiente y ponerse a barrer con un escobillón minúsculo y odioso que, sin embargo, se veía lindo en la tienda (mi admiración y respeto a todos los barrenderos del mundo inmortalizados por Cantinflas) y los supermercados abarrotados (acá todos están comprando) y los restaurantes (los baratos y los caros) con colas interminables (porque los que no están comprando, están comiendo, que en Singapur "a todos les gusta comer pero nadie cocina") y el calor que no se rinde (son treinta grados en promedio casi todos los días) y, encima, los ciclistas que (¡San Gervasio los castigue!) han decidido que la vía peatonal es menos peligrosa que la pista (o sea, estrellarse contra un infeliz es menos riesgoso —para ellos, que no para el caminante— que hacerlo contra uno de los buses de transporte público) con lo cual arruinan lo maravilloso de las veredas y los parques que abundan...

No diré más.  Mañana es el primer día "con todos los profesores" y tenemos unas tres mil quinientas reuniones de coordinación, de las cuales las que más me interesan son —no hay que ser adivino para suponerlo— las que servirán para determinar las formas, modos y extensión de los cursos que dictaré (ya sé que a algún malpensado se le ocurrió que iba a escribir "los desayunos" que, dicho sea de paso, son soberbios). 

En una semana más llegan todos los alumnos y allí estaremos, en las trincheras, como siempre, aunque cada vez parezca la primera.

Ah, mi condominio (corrijo, "el condominio donde queda el departamento que alquilamos") se llama "Mi Casa" (a la foto me remito) y —"a pesar de los pesares"— nos gusta —y mucho—. 

Ya escribiré más al respecto.  Por ahora me quedo con esa frase, tan mexicana y tan querida, "mi casa es su casa" y, sí, acá, usted, tú, ustedes (avisen, no más, que solo hay un cuarto de huéspedes) tienen, ya lo saben, su casa en "Mi Casa", que queda en Choa Chu Kang o "CiCiKei", como dicen los locales.  El kopi del "hawker centre" más cercano (diez minutos andando) es delicioso y solo cuesta un dólar. ¡La casa invita!