Sunday, October 13, 2013

Yeoman Prado

Que jamás se calle el canto,
que la muerte nunca pueda
comprarnos con su moneda
de tristezas y de llanto.
Nunca nos rompa el quebranto
la paz, y que el asesino
(tiempo, azar, dios o destino)
comprenda que tus canciones
alumbrarán los rincones
negros de nuestro camino.

A Yeoman lo conocí el ochenta y siete, en San Marcos. Eran años complicados, ásperos, secos.  Vivíamos entre los atentados brutales de Sendero Luminoso y la represión bruta del ejército.  El arte, como siempre, se hallaba entre dos fuegos, entre quienes querían convertirlo en panfleto y quienes veían terroristas en cualquier alma libre. Lima, idiota y vanidosa, egoísta y colonial, había ignorado (sigue haciéndolo) el horror que se vivía en los Andes, pero esta vez la sangre llegó al río, a nuestro pequeño y acomplejado río limeño, y lo tiñó de rojo (aunque ya nadie quiera acordarse y embotemos la memoria en comilonas y nuevos centros comerciales).

Yeoman hacía música.  Él y Jaunty, su hermano inseparable, componían, arreglaban y cantaban al amor y a la libertad, esas malas palabras, con la fuerza de su juventud. Entonces, los conciertos y manifestaciones culturales eran perseguidos (que estar por la vida y contra la muerte eran señal casi inequívoca de tener «inclinaciones terroristas» a los ojos miopes de un Estado lleno de miedo, incapacidad e impotencia).  La creatividad se convirtió en una amenaza y levantar la voz se hizo sospechoso. En épocas en que la sociedad se polariza, es fácil que unos y otros extremistas vean en las almas libres al enemigo.  Si tener un pensamiento propio, buscar respuestas en el arte, preferir el amor antes que el odio y la belleza de la vida antes que el espanto de la muerte, puede parecer ingenuo, serlo en medio de la vorágine de una guerra biliosa y pútrida, es un riesgo y, al mismo tiempo, es un acto de humanidad y valentía.

Yeoman y Jaunty estaban allí, en mitad de esa camino cruzado por la incomprensión y la intolerancia, y se empeñaban en hacer música, cantarle a la vida y escribirle al amor. «Cantos del Pueblo», cuyo solo nombre causaba urticaria a más de un intransigente, se convirtió en un referente de la música popular peruana de los años ochenta.  Sus canciones eran coreadas por los estudiantes universitarios y sus presentaciones eran masivas y entusiastas.

El tiempo pasó, la violencia regresó a los niveles bastardos y silenciosos que la sociedad puede tolerar sin desangrarse, y cada cual siguió su rumbo. A la ferocidad de una guerra fratricida se le sumó la cruel y paralizante cachetada de una crisis económica que se tragó esperanzas y lanzó a muchos fuera del país.

A Yeoman lo vi pocas veces desde entonces.  Los hermanos se fueron a Alemania y vivieron momentos duros, más de un infeliz quiso arruinarles la vida y más de una miseria quiso envenenarlos, pero fue inútil.  Los Prado se mantuvieron firmes y juntos, peleándole a la desgracia esa porción de felicidad y esperanza a la que, ellos lo sabían, tenían derecho.

Fueron años de carencias y decepciones, pero nunca desesperación; dos hermanos juntos son un ejército cuando hay que luchar por la felicidad del otro.  Hombro a hombro, a fuerza de música y entusiasmo, salieron adelante.  No solo sacaron brillo a sus ilusiones sino que animaron y ayudaron a otros para que hicieran lo mismo.

Yeoman se casó con Luz, una muchacha hermosa y tierna, valiente y solidaria. Tuvieron un hijo, Gigio, un niño que aún no tiene edad para entender la muerte pero que lo hará al mismo tiempo que aprenda, con emoción y con orgullo, que su padre fue un hombre bueno.

En los noventas él ya no estaba en Lima y en la primera década de este siglo también emigré.  Nos escribíamos eventualmente y hablábamos de ese proyecto nuestro en el cual él pondría la música y yo las letras de unas canciones que ya nunca haremos.

De Yeoman me queda su humanidad, su sonrisa magnífica, invencible, sus ganas de creer que todo esto vale la pena, que la música, la poesía y el arte son formas concretas del amor, de ese amor indispensable para que la existencia humana tenga sentido, para que la muerte se avergüence, para que nosotros, ahora más tristes y más solos, sigamos andando, aunque sea a paso lento, por esta vida que él, tan generosamente, hizo más hermosa.

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