Wednesday, December 25, 2013

Lo que celebro



Son las doce de la noche en Singapur. Todos duermen a mi alrededor, algunos automóviles pasan indiferentes por la calle y Chabuca Granda canta «Quizás un día sí» solo para mí. Hace solo un par de horas cuatro personas (un católico-ateo, un judío-agnóstico, una católica convertida al judaísmo hace décadas y la hija ortodoxa de un padre católico) cenábamos y decíamos «¡Feliz Navidad!». No era, sin duda, el influjo del delirio alcohólico y menos la influencia de algún milagroso arrebato místico. Era, quiero creerlo, la demostración de la importancia que estas fechas tienen aún para personas ajenas a la historia de Cristo.

Harto es sabido que el 25 de diciembre fue escogido por los cristianos como la fecha de la celebración del nacimiento de Jesús para poder superponerla a la fiesta del «Sol Invictus» con la que los romanos celebraban el solsticio de invierno en el hemisferio norte. No debiera haber sorpresa en esta información pero sospecho que más de uno puede sentirse ofendido encajando tan prosaica noticia.

Nada más lejos de mí que herir o encender un debate alrededor de la celebración del Mesías de los cristianos (al menos hoy día). Quien crea, de buena fe y con sinceridad, tiene mi respeto que, en tanto nadie me condene por lo que creo o descreo, yo defenderé siempre el derecho de los demás a tener o soñar con paraísos que no son los míos.

Lo único que intento decir es que estas fechas tienen, también, gran importancia para muchos que no profesamos la fe en Cristo pero sí entendemos el espíritu de la celebración. Y es que los seres humanos necesitamos las fechas, los plazos, los límites, los rigores (y las esperanzas) del calendario para poder organizarnos, para hacer balances, para tomar decisiones y continuar (o no) por rumbos que ya cumplieron su tiempo o que, por el contrario, aún tienen la oportunidad de realizarse.

Vivir en un «continuum», sin saber cuándo o qué, sin que nada suceda o todo ocurra en el mismo momento, sin la oportunidad para reflexionar, evaluar, medir y juzgar nuestros avances y retrocesos, sería estéril y nos hundiría en la parálisis. Estas fiestas, sean del dios de los cristianos o del sol romano, laicas o religiosas, devotas o paganas, nos ofrecen la ocasión para hacer un alto en el camino, ver hacia atrás, soñar futuros y ponernos objetivos, metas y plazos.

En lo personal, lo que celebro son los recuerdos que me hacen quien soy, la familia a la que me debo, las vidas que me alumbran y la que me alumbrará dentro de tan poco. Para mí, estas fechas son mi madre cocinando todo el día, mi padre contemplándola y aplaudiéndola, y mis hermanos y yo compartiendo lo mucho o lo poco con la misma alegría. Una juventud liberada del dinero (que no teníamos) y llena de aquello, que algunos llaman amor y otros familia, que ningún canalla pudo arrebatarnos nunca.

Cierto, ahora ya no hay villancicos, pero no falta el canto, no hay misas pero hay celebraciones, no hay regalos pero hay lazos y felicidad y compromisos. Ser ateo no me impide compartir el pan y la palabra con los que amo, festejar la amistad y los hermanos, ser y estar en estas fechas con la seguridad de la que la vida es un misterio encantador, y hasta creer, con la fe ingenua e inocente de los niños, que la existencia humana, a pesar de sus horrores y sus errores, tiene un algo de milagro y que nada perdemos (y ganamos mucho) en mirar al cielo, del que de alguna manera todos venimos, y dar las gracias.

Sunday, December 08, 2013

Contra los abusivos

Los abusivos son pocos y son cobardes. Se valen de nuestras debilidades y de nuestra falta de solidaridad para aplastar la voluntad de sus víctimas. No son fuertes ni son líderes, aunque lo parezcan. Los abusadores, esos que gozan haciendo miserable la vida de los demás, suelen ser personas tristes y, generalmente, están conscientes de lo insular de su existencia.

No se me entienda mal, no busco justificarlos ni hallar en sus biografías la terrible niñez que los convirtió en los cretinos que ahora son. Lo siento, no soy tan generoso. Cualquiera que encuentre placer en las lágrimas y la desesperación de otro, es un canalla y, con sus actos, cancela nuestra compasión por su infancia rota o su juventud atormentada. Quien llega a la adultez y no sufre ninguna condición que lo convierta en inimputable, asume, le guste o no, la responsabilidad de sus actos, ante el juez y ante la sociedad.

Cierto, estudiando las causas de la violencia en el perpetrador se pueden hallar respuestas que eviten futuras víctimas de quien no encuentra otra manera de canalizar y liberar sus demonios y frustraciones que atormentando a otros. Pero, como cada quien escoge sus batallas, colocado en la disyuntiva de salvar a la víctima o comprender al victimario, me inclinaré siempre por quien sufre hoy y ahora (que victimizar al canalla y enarbolar sus propias miserias como justificación, adolece de un vicio oculto, puede torcerse hasta convertirse en una manera de no hacer nada y perpetuar el sufrimiento del oprimido).

Todos deambulamos por la adolescencia con mejor o peor suerte, todos pasamos por los actos de iniciación y los ritos de crecimiento, más o menos simples, más o menos estúpidos; aprendimos a vivir en la manada o cerca de ella (recuerdo a Byron y eso de «estoy entre ellos, pero no soy de ellos») y entendimos que en todo grupo humano hay roles, actividades y posiciones que se reparten para que la comunidad funcione. Algunos abrazan esa condición como si fuera parte de un inexorable destino personal y, otros (los menos, que a veces se hacen más –y a eso le llamamos revolución–), se niegan a aceptarlo y de su rebelión nacen los cambios en el orden establecido (ya Camus lo dijo: «¿Quién es un hombre rebelde? Es un hombre que dice "no"») y la sociedad mejora (al menos, esa es la idea, aunque pareciera que nos empeñamos en repetir las calamidades, cambiando solo a los personajes del drama).

¿Y cómo encaja esto de «El hombre rebelde» con el hecho concreto de los abusos que a diario sufren miles de personas en sus casas, en el barrio donde viven, en la escuela o en los centros de trabajo? Encaja porque la rebelión es la única manera en que la víctima puede dejar de serlo. Diciendo «no», negándose a aceptar el atropello, plantando cara, enfrentando y exponiendo al canalla, es cómo se sacudirá del abusivo y podrá garantizarse una vida que no sea un martirio permanente.

No es fácil, el miedo es atávico y paralizante y, peor, muchas veces quien sufre se estrella contra la indiferencia o la cobardía de una sociedad hipócrita y medrosa que prefiere mirar al otro lado porque «no es bueno meterse en líos ajenos».

¿Qué podemos hacer nosotros? Mucho. Enseñar y denunciar, mostrarles a niños y jóvenes que hay comportamientos que son inaceptables y cuya sola persistencia pone en tela de juicio nuestra condición de seres humanos.

Debemos empezar por desterrar justificaciones como «pero es cosa de niños», «tienen que aprender a defenderse solos», «no exageres, es un juego», «no lo hace con mala intención», «es una muestra de amor», «más te quiero, más te pego», «es un jefe estricto pero eficiente», «es que estos necesitan mano dura», «solo así entienden» y las más viles de todas, «lo estaba pidiendo», «se lo buscó», «se lo merece», «le gusta».

Ante los abusivos debemos ser intolerantes y en la protección de la víctima tenemos que ser militantes y firmes, mostrándoles a los abusadores que de nosotros solo pueden esperar el rechazo, que sus acciones miserables generan consecuencias y que la sociedad, organizada y civilizada, humana y solidaria, no está dispuesta a aceptar pasivamente el maltrato a ninguno de sus miembros.

Sunday, December 01, 2013

Morirse en Internet

Manuel Flores va a morir, 
eso es moneda corriente; 
morir es una costumbre 
que sabe tener la gente. 

Jorge Luis Borges 

Morirse es la cosa más común que existe, tan vulgar como nacer pero opaco, se entiende, sin la magia de la vida. Cuando morimos retornamos (nos regresan) a la nada infinita de la cual el azar nos arrebató sin saberlo (entiendo que los creyentes tendrán, después de esta, una vida eterna y etérea que el ateísmo me confiscó miserablemente —suerte la de ellos—). 

Siempre les repito a mis alumnos el «memento mori» («recuerda que vas a morir») de los romanos (cuyos dioses, equívocos y veleidosos, me son más simpáticos). Estar consciente de la propia muerte no es, como algunos pretenden, una receta para el suicidio o para la depresión crónica, al contrario, es un aliciente para seguir vivos, aprender, hacer y transformar el mundo (ojalá que para bien).  La evolución, ese fuego como el que Prometeo compartió con los hombres, nos ha permitido abandonar las cuevas, ser más humanos y menos bestias, vivir más y mejor.  Si tuviéramos —como los dioses ociosos— la seguridad del infinito, seguiríamos ocultos en la montaña, asustados por la tormenta o embrutecidos por las sombras, como lo explica Platón en su alegoría de la caverna.

Con la modernidad, el hombre ha querido escapar de la muerte y vive tentado por la anestesia del ruido ensordecedor, las obligaciones infinitas y la tecnología esclavizante. Huimos (pretendemos huir) de la enfermedad y de la muerte, maquillándolas. Las clínicas parecen hoteles y a los muertos se les despide en velatorios con horas fijas y capuchino.

Internet, gracias al señor Zuckerberg, se ha convertido en el nuevo espacio donde la muerte es (creemos) derrotada. Morirse abre una temporada de «buena voluntad» en la que los muchos o pocos que conocían al finado se dedican a escribir elegías en las que no solo resaltan las virtudes del muerto (que, a lo mejor, las tenía) sino que, forzando la imagen poética (o patética —revisen la definición antes de ofenderse—), inician una especie de diálogo retórico con el difunto, contándole lo mucho que lo querían, lo tanto que lo recuerdan, lo buena persona que era, lo inmenso del vacío y demás detalles de un afecto fervoroso que recibe los «like» de otros tantos conmovidos por el suceso (sin duda lamentable que, como Donne —y Hemingway—, pienso que «any mans death diminishes me, because I am involved in Mankinde»). Antipático, como siempre, me pregunto si no sería mucho más beneficioso, en este tiempo en el que la tecnología le ha arrebatado sus excusas a la distancia, decirle todo aquello a la gente mientras vive y puede escucharnos y respondernos —con simpatía, indiferencia o desprecio, según se le antoje—.

¿A quién le escribimos cuando elogiamos al muerto en las paredes públicas y virtuales de «Facebook»?  Dudo que aún los más fervorosos creyentes en la vida eterna crean que allá, en «el cielo prometido», puedan leerse los emocionados mensajes y menos aún que en «el infierno tan temido», Satanás permita a los castigados distraerse con Internet.

Les escribimos a los muertos para sentirnos mejor, para reparar daños irreparables o expresar emociones que no nos atrevimos a decir en vida; claro, también (y esos no son pocos) hay quienes escriben para la platea, para la multitud de curiosos y fisgones que están «mirando» y ante los cuales parece que se ha vuelto indispensable mostrar una sensibilidad elocuente.

Hay que decir que la costumbre no es nueva, solo ha cambiado la plataforma. El «Facebook» de mi infancia eran las páginas de obituarios de los periódicos (y aún hoy es posible ver en las páginas de los diarios en Singapur defunciones cuyo tamaño de letra y foto —«de quien en vida fue»— están directamente proporcionados a la fortuna familiar).

Mi padre decía que en los países civilizados solo se publicaba una lista en el diario «para saber quién se ha muerto ayer», en democrático orden alfabético y sin comentarios de ninguna clase.  Él, que recelaba de los discursos póstumos, dejó orden expresa de que no se anunciara su muerte, «¿para qué?, ¿para que celebren mis enemigos?, quienes me quieren no necesitan del periódico para enterarse».  Yo, como él, espero el silencio entonces; ahora, mientras vivo, que amigos (y odiadores) se expresen. No me expropien, por favor, el placer y la alegría de responderles...