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Sunday, September 01, 2013

Kopi

http://daneshd.com/2010/02/28/a-rough-guide-to-ordering-local-coffee-in-singapore/
La foto no es mía, se halla en el artículo
«A Rough Guide to Ordering Local Coffee
in Singapore» de Danesh Daryanani,
a quien no conozco pero cuya nota
sobre el kopi agradezco.
A mi infinita Alesia le gusta el café, es más, lo necesita, lo prefiere fuerte y sin azúcar, si quiere algo dulce (asumiendo que no le baste con su  sonrisa), un chocolate o unas galletitas pueden acompañarlo, pero casi siempre lo disfruta así, simple y amargo.  Yo, que no tengo ni su constancia ni su fuerza, le tengo que poner azúcar.  Además, no sé si me gustan tanto o si lo que más me entusiasma es ese momento que compartimos conversándonos las humeantes tazas (aunque los treinta grados de temperatura de Singapur sean más para el «Milo» helado de mi infancia —que en Singapur, donde es muy popular, le dicen «maylo», pronunciándolo cómo en inglés— o, mejor, en su versión «extra» —el «Milo Dinosaurio»—, que consiste en la leche chocolatada y mucho hielo, todo bañado en un par de generosas cucharas soperas de ese chocolate granulado).

En el Perú tomaba poco café, era más de infusiones (el sabor del té nunca me ha convencido) que evitaban que echara azúcar.  Manzanilla, sobre todo.  La hierbaluisa era rara y solo había en las casas donde (como en la de Mati) la sembraban (aunque siempre sospeché de la mala leche de la decena de Jack Russel Terriers y el Dóberman que hacían de las suyas en el jardín inmenso de La Planicie).

El café en el Perú (corríjaseme si miento) es muy popular, pero nunca solo. Un país que se precia de su comida, que tiene una infinidad de dulces, galletas, bocaditos y tentempiés, no podría cultivar la tradición del café en solitario (como el castizo «café bebido»), imposible.   Nosotros debemos «acompañarlo» porque eso es lo compatible con nuestro espíritu gregario.  Así como todos los platos fuertes salen casi invariablemente «con arroz» (absurdo muy nuestro, que le dimos la papa al mundo y después se nos dio por sembrar y comer arroz), de igual forma, el cafecito viene «al menos, con su galleta más».  Por lo general, las cafeterías y restaurantes preparan un café aceptable, cuando no sabroso, pero, lamentablemente, no recuerdo «el café» cuya nostalgia me perturbe (¿alguna recomendación?).

Del casi año que pasé en los Estados Unidos no guardo ningún café memorable, aunque debo de haberme tomado varias decenas de capuchinos en el «Gran Inka» de Key Biscayne, donde pasé tantas horas leyendo y escribiendo, siempre atendido por Carla, toda ella inolvidable.  Recorrí, lo sé, varios de los muchos restaurantes que abundan en Lincoln Road (en uno descubrí —para serle siempre devoto— la «mozzarella di bufala campana», pero esa es otra historia) y debo haberme despachado infinidad de capuchinos con tres o cuatro sobres de «Splenda» —ese edulcorante que dicen, ¡claro!, que no da cáncer—, pero no hubo aquel que pudiera quedarse conmigo como para celebrarlo ahora.

Creo que fue en México donde me reencontré con el «azúcar rubia» (por eso del cáncer que generan los edulcorantes, aunque, puestos a apostar, supongo que el infarto le lleva ventaja a cualquier odiosa neoplasia —¡qué nombre tan lindo para algo tan feo!—) y no sé por qué sospecho que eso hizo que mi dosis de café (siempre con leche) fuera en aumento. Creo acordarme de haber tomado infinitos capuchinos —calientes y helados— en muchos de los casi doscientos Sanborns alrededor del país (especialmente en el de Plaza Loreto, que me quedaba al frente).  Allí pasé tanto tiempo que solo recuerdo que, entre café y café, me leí todos los diarios locales que allí prestaban, tratando de entender a un país que, siendo maravilloso y teniendo gente tan padre, se desangra en matanzas feroces y se deshace en medio de una corrupción salvaje.  Ingenuo yo.  Las respuestas se hallan encriptadas tanto en los «corridos» (y en los «narcocorridos», sus hijos bastardos) como en las «calaveras», delirantes y burlonas, que se escriben por el día de los muertos.

A Indonesia llegué leyendo que producía el famoso (¡y carísmo!) «kopi luwak», cuyos granos son rescatados de las heces de un mamífero carnívoro que se llama «civeta de las palmeras». ¿Prejuicio escatológico o económico?, no sé, pero no me convencieron ni su origen ni los diez dólares por taza que les cobran a los sorprendidos «bulé» (blanco tonto). Además, el café puro (como el cubano que sirven en Miami, que es capaz de sacarlo a uno de un coma profundo) nunca ha sido mi predilecto; tanto me gusta la leche que ni siquiera mi intolerancia lactosa ha conseguido que abandone el regalo de las apacibles vacas.

Sin embargo, mi infinita siempre persiguió buenos cafés y eso nos hizo asiduos transeúntes de las calles de Yakarta y buscadores de cafeterías.  «Anomali» se queda con el primer lugar y su local primigenio (ese, tan simple y tan rústico, en Jalan Senopati), con mi preferencia.  «Coffee Bean» y «Starbucks» se convirtieron, en una ciudad invadida por motocicletas y sin aceras, en un mal necesario (y agradecido).  En nuestros últimos meses en el país de las diecisiete mil islas, fuimos (mea culpa) asiduos al Starbucks que abrieron al frente del edificio donde vivíamos, hallamos que su «mediocridad estandarizada» era razón suficiente para evitar el insufrible tráfico de Yakarta.

Hasta que nos mudamos a Singapur...

Saturday, June 08, 2013

Lento, pero no flojo

Cuando salí de Lima, en agosto del 2006, no imaginé que se haría tan larga mi ausencia.  Entonces otra era la noble víctima de esta sociable misantropía que las muchachas en ropas ligeras de "South Beach" no lograron curarme.

Miami, y más tarde la Ciudad de México, fueron algo así como el preámbulo, los primeros desconcertados pasos, de un exilio dorado que aún me mantiene lejos.  Yakarta, caótica y amable, se convirtió en la inesperada y solaz consecuencia de esta huida hacia adelante que ha sido mi vida ("si vas a escapar, al menos que parezca que estás atacando").

La capital de Indonesia es una metáfora del archipiélago en donde se encuentra; islas, gente, grupos, razas, religiones, separados por las aguas, casi siempre contaminadas, de los ríos desbordados.  Hay aventureros (y aún hay más aventureras, pero esa ya es crónica de mi pasado) que se atreven a cruzar los charcos que no pocas veces ocultan abismos, sin embargo, la gran mayoría vive en su islote, en su burbuja, en su espacio más o menos protegido y atravesado tan solo (es un decir) por la marabunta de motocicletas que todo lo capturan, efímeras colonizadoras, como las inundaciones.

Yo empecé mi vida gitana a la edad en que mis amigos ya criaban hijos, pagaban hipotecas y se preocupaban por sus inversiones y el fondo de jubilación.  Ellos regresaban y yo recién partía.

Hay gente precoz, esos que hacen todo pronto, impacientes, como apurados por la vida, y hay quienes nos tomamos un tiempo (o mucho).  Para cualquiera que se haya topado con mi humanidad, está claro que pertenezco a la raza de los remolones; al clan de los "poltrones y perezosos" que no andamos con apuros.  El ejemplo más sencillo es la ducha, con perdón.  Mis amigos deportistas, quién sabe cómo, necesitan cinco minutos para pasar de ser una sopa maloliente de sudores a (re)convertirse en los sujetos fresquísimos que exudan "aftersheif".  A mí me toma una hora hacerlo con calma y sesenta minutos apurado, solo que si corro, amén de no ahorrar tiempo, termino como mis amigos antes del baño; así que, vamos despacio.  

Soy lento, tardío.  Publiqué tarde mis primeros poemas y, luego, mis libros.  Tarde me casé y, más tarde todavía, me re-casé (las declaro inocentes).  Tarde me hice a las distancias y al mar (o al avión, que es lo que corresponde a nuestros tiempos). Tarde dejé la Coca-cola, tarde (ojalá que no mucho) empecé a caminar para postergar el infarto (y, claro, supongo que la dieta la empezaré -es un decir- demasiado tarde; pero no nos pongamos depresivos).  Para terminar (o para empezar, según se mire, y yo lo veo bien porque -tarde también- me he vuelto optimista), parece que será tarde, bien entrada la cuarentena, cuando me estrene como padre.

Lento, sí, pero no flojo, que sigo dándole cuerda al reloj de las andanzas.  Ahora, otra vez, acompañado de una mujer inmensa y buena (que en eso los viejos dioses siempre fueron generosos), voy camino a otra aventura.  Acá comienza, sin más pretensiones que tenerlos cerca, que robarme sus ojos por un rato, la crónica de mis días y mis alegrías en Singapur (las penas, y espero que esas sí lleguen muy tarde, serán solo mías).

Empezamos a abordar. Viajaremos novecientos kilómetros al norte.  Adiós Yakarta; nos vemos en la Ciudad de los Leones.