Saturday, June 08, 2013

Lento, pero no flojo

Cuando salí de Lima, en agosto del 2006, no imaginé que se haría tan larga mi ausencia.  Entonces otra era la noble víctima de esta sociable misantropía que las muchachas en ropas ligeras de "South Beach" no lograron curarme.

Miami, y más tarde la Ciudad de México, fueron algo así como el preámbulo, los primeros desconcertados pasos, de un exilio dorado que aún me mantiene lejos.  Yakarta, caótica y amable, se convirtió en la inesperada y solaz consecuencia de esta huida hacia adelante que ha sido mi vida ("si vas a escapar, al menos que parezca que estás atacando").

La capital de Indonesia es una metáfora del archipiélago en donde se encuentra; islas, gente, grupos, razas, religiones, separados por las aguas, casi siempre contaminadas, de los ríos desbordados.  Hay aventureros (y aún hay más aventureras, pero esa ya es crónica de mi pasado) que se atreven a cruzar los charcos que no pocas veces ocultan abismos, sin embargo, la gran mayoría vive en su islote, en su burbuja, en su espacio más o menos protegido y atravesado tan solo (es un decir) por la marabunta de motocicletas que todo lo capturan, efímeras colonizadoras, como las inundaciones.

Yo empecé mi vida gitana a la edad en que mis amigos ya criaban hijos, pagaban hipotecas y se preocupaban por sus inversiones y el fondo de jubilación.  Ellos regresaban y yo recién partía.

Hay gente precoz, esos que hacen todo pronto, impacientes, como apurados por la vida, y hay quienes nos tomamos un tiempo (o mucho).  Para cualquiera que se haya topado con mi humanidad, está claro que pertenezco a la raza de los remolones; al clan de los "poltrones y perezosos" que no andamos con apuros.  El ejemplo más sencillo es la ducha, con perdón.  Mis amigos deportistas, quién sabe cómo, necesitan cinco minutos para pasar de ser una sopa maloliente de sudores a (re)convertirse en los sujetos fresquísimos que exudan "aftersheif".  A mí me toma una hora hacerlo con calma y sesenta minutos apurado, solo que si corro, amén de no ahorrar tiempo, termino como mis amigos antes del baño; así que, vamos despacio.  

Soy lento, tardío.  Publiqué tarde mis primeros poemas y, luego, mis libros.  Tarde me casé y, más tarde todavía, me re-casé (las declaro inocentes).  Tarde me hice a las distancias y al mar (o al avión, que es lo que corresponde a nuestros tiempos). Tarde dejé la Coca-cola, tarde (ojalá que no mucho) empecé a caminar para postergar el infarto (y, claro, supongo que la dieta la empezaré -es un decir- demasiado tarde; pero no nos pongamos depresivos).  Para terminar (o para empezar, según se mire, y yo lo veo bien porque -tarde también- me he vuelto optimista), parece que será tarde, bien entrada la cuarentena, cuando me estrene como padre.

Lento, sí, pero no flojo, que sigo dándole cuerda al reloj de las andanzas.  Ahora, otra vez, acompañado de una mujer inmensa y buena (que en eso los viejos dioses siempre fueron generosos), voy camino a otra aventura.  Acá comienza, sin más pretensiones que tenerlos cerca, que robarme sus ojos por un rato, la crónica de mis días y mis alegrías en Singapur (las penas, y espero que esas sí lleguen muy tarde, serán solo mías).

Empezamos a abordar. Viajaremos novecientos kilómetros al norte.  Adiós Yakarta; nos vemos en la Ciudad de los Leones.

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