La semana fue dura. Primeros días de clases. Los jóvenes siempre jóvenes y nosotros, los profesores, un año más viejos. País nuevo, mudanza, estar a medio estar, entre las paredes aún sin los cuadros, que miran impacientes desde el suelo, los pocos libros que han sobrevivido mis andanzas aún en las cajas, el sillón rojo todavía abandonado sin un sofá que lo acompañe, el comedor inexistente, la tetera fungiendo de jarra y el barrio que habitamos aún el misterio que vamos resolviendo poco a poco con las caminatas vespertinas.
Cuando camino —perdóneseme la manía de saltar de asunto en tema tan villanamente— no puedo dejar de pensar en mis padres. Ellos caminaban Lima y, cada tanto, mi papá, en medio de sus discursos interminables de los que solo mi madre sabía llevar el hilo, se detenía, volteaba y le hablaba mirándola, como si eso que estaba pronunciando no pudiera decirse viendo el horizonte y fuera imprescindible hacerlo también con los ojos. Tampoco puedo dejar de pensar en mi amigo Pato, tan humano, que allá, en Buenos Aires, camina desde hace tres décadas con Marisa, la muchacha aquella que se encontró en la cola para matricularse en la universidad y con quien debe haber andando, feliz, miles de veces, las mismas veredas que Borges fatigó, viéndolo todo, tan ciego.
Decía que la semana fue dura y nos encontró más viejos (y miento, porque ella es infinita y lo infinito no conoce el paso del tiempo) y así el viernes llegó, como un salvavidas, con sus sonrisas, sus pausas, sus celebraciones. Nos encontramos en el metro, como en las películas. "En el primer vagón". Solo que yo, siempre en la luna, estaba en el otro lado del andén, yendo en sentido contrario. "Baja en la próxima estación y yo subo en el siguiente tren, siempre en el vagón del comienzo" y allí estaba ella, sonriente, siempre, entusiasta, siempre, dulce y serena, feliz y llena de esa energía que es tan suya y que es mía, porque me la robo y porque ella la comparte generosa.
"Vamos al centro, se presenta una cantante latinoamericana en un café". Y fuimos.
Hay que decir que esas calles son distintas. Ahora que ya no somos turistas, ahora que Singapur es donde estamos y que decidimos mudarnos a un barrio casi sin extranjeros, las calles del centro, tan pobladas de turistas y expatriados (esa linda palabrita, tan prima hermana del exilio, el pariente pobre) nos parecen otro mundo. Empiezo a creer que dos Singapures cohabitan en esta isla, ese, de turistas y ejecutivos, que empieza en el aeropuerto de Changi, salta a los centros comerciales de Orchard y se da una vuelta por los casinos de Sentosa; y el otro, el que nos cobija, el de carne y hueso, el "de a verdad", el que busca su identidad en la fusión de tres culturas que conviven tercamente en paz, el de los grandes edificios de apartamentos (HDB), los "hawkers", el "chicken rice" y el kopi que tan amablemente va engordándome con sus dos cucharadas de leche condensada que endulzan ese café, negro y poderoso, capaz de hacer saltar el corazón más viejo como si se tratase del de un chiquillo.
Las calles del centro están pobladas. Es viernes y todos han decidido que hay que cansar la fatiga de la semana saliendo y celebrando la vida, reafirmándose en el entusiasmo, encarando el desaliento de los músculos y extenuando el agobio, confundiéndolo. Estamos en la calle Victoria —como mi madre, como mi hermana, como esa promesa de donde se agarra la vida— y caminamos hasta la Pinang. Es un barrio bohemio. Allí puede toparse uno con un concierto, una sesión de jazz, bares, cafés y uno que otro establecimiento de luces llamativas y puertas sospechosamente discretas.
Nosotros andamos del brazo, conversando las calles. Buscamos, sin apuro y entusiastas, el establecimiento donde nos han prometido un concierto de música en castellano. Lo encontramos. Se llama "Artistry". Cuadros en las paredes, una mesa larga, un sillón, una barra, sillas desparramadas, esperándonos. Hay flores cerca de la entrada. Saludamos a la cantante, joven, entusiasta, llena de vida. Está sola, ordenando y ordenándose, preparando el espacio y el alma para cantarnos. Se llama Elisa García, es de Uruguay. Su pareja, Kailin Yong, es de Singapur; por él ella está acá. Todo eso pregunto, todo eso responde Elisa con amable paciencia. Nada más sabemos. Por ahora.
"¡Buena suerte y feliz día!" Elisa ha decidido ofrecer un concierto en la fecha misma de su cumpleaños y acá estamos, para celebrar con ella, para celebrar la vida, para celebrarnos.
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Sunday, August 18, 2013
Viernes por la noche
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Singapore
Monday, July 15, 2013
New York without you
New York without you was grey,
no dreams, no flowers, no light;
for what I want, my love, to stay
if this, without you, is a lie?
El Destino, dios de todos los dioses, torció nuestra voluntad y terminé viajando solo —los días indispensables para recibir las lecciones— para, casi de inmediato, emprender ruta a Singapur, donde Alesia, aún sin piano pero siempre con música, me espera. Llegué al JFK (uno de los tres aeropuertos que sirven a la isla) y estuve una hora en Migraciones. Nada más lento que caer en la fila del guardia, estadounidense de primera generación, que revisa afanoso nuestros papeles como si todos fuéramos sospechosos de querer instalarnos indefinida (e ilegalmente) en "el sueño americano". Después, otros noventa minutos en la cola del taxi ("no sé qué pasa hoy día, chico", me decía un cubano eléctrico que ofrecía un bus "que sale ahorita, chico, a gran central, chico, y solo dieciocho dólares"), hasta que, finalmente, pude decirle al educado conductor indio: "please, to the 133 West 82nd, between Amsterdam and Columbus".
Salvo tener que subir las escaleras (cosa que yo no amo y mis kilos detestan), la propiedad de Susan y Warren —compositora ella, aquitecto él— es una maravilla. Un minidepartamento con todo lo necesario —hasta los crujientes escalones— para que uno se sienta "en casa"; ubicado en una zona tranquila pero transitada, donde no llegan las multitudes y los restaurantes, que siempre tienen comensales, tienen —siempre también— un espacio para los turistas curiosos y hambrientos.
Como mi curso era en Fordham University, caminé todos los días las veintitantas cuadras que separaban mi habitación de Linconl Square y puede ver (y disfrutar), andando un día por Amsterdam, otro por Columbus, otro por Broadway, las decenas de "delis", "diners", bodegas, cafeterías, minimercados y restaurantes. También los carittos, metálicos y con ruedas, que llegan cada mañana a instalarse en las esquinas con los célebres "hotdogs" y "pretzels" de Nueva York y, además, los no menos famosos que venden "kebabs" turcos, sánguches cubanos y jugos de frutas.
A mí la gente de Nueva York se me antoja simpática, al menos la gente sencilla con la que me crucé, los que atienden en las bodegas, los mozos, los porteros, los taxistas; más de una vez me perdí y siempre alguien me explicó, con paciencia, cómo retomar el rumbo. Creo que la mala fama de los niuyorquinos nace (como también lo sospecho en Singapur) de la lógica, estéril y acomplejada, que dicta "como mi vecino no me saluda, entonces, yo no saludo a mi vecino". Sí, gente con mala leche hay en todas partes, pero la mayoría de los seres humanos —esa es mi fe— son amables cuando son tratados amablemente y están dispuestos a prestar generosos su ayuda.
Seis días son nada para una ciudad como Nueva York, más aún si uno tiene clases desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero siempre hay tiempo para un paseo por Central Park con sus miles de ciclistas y corredores huyéndole a la vejez y al infarto, para andar la Quinta avenida con sus tiendas espectaculares —hechas para alimentar la avaricia de la gente—, para toparse con mendigos haraganes pidiendo unas monedas para comprarse un poco más de marihuana, para cruzarse en el camino de perros mimados que pasean en carritos para bebés tratando de curar —inútilmente— la soledad de sus ricos dueños, para caminar (y equivocarse de rumbo y volver veinte cuadras y llegar) hasta Grand Central, la centenaria estación central del metro y los ferrocarriles y comerse allí, en su extraordinario mercado, unos trozos de jamón fresco en pan con calenturas de recién horneado. Sí, seis días son poco, pero suficientes para escaparse una tarde y visitar la biblioteca pública y emocionarse con una exhibición sobre García Lorca y hacerse niño de nuevo con una exhibición que trata de explicar (y lo hace deliciosamente) "why children´s books matter".
Qué desfile de gente, de todo y para todos los gustos, desde la que poco deja a la imaginación con sus mínimas transparencias hasta la que se cubre de negro, de pies a cabeza (mientras el cretino del marido camina, veraniego, en pantalones cortos y sandalias, mirando de reojo las caderas de la cubana que marcha alegremente al lado, bamboleando su pantalones apretadísimos). El tipo de coloreada corbata michi y camisa a cuadros que camina junto a la elegantísima mujer de tacos, minifalda y piernas interminables, los turistas distraídos, los niuyorkinos que nos miran con tolerante enfado, los ilegales que tratan de parecer locales y los ancianos que se sientan a esperar la muerte mientras regalan aburridamente migajas a las palomas.
Y, por supuesto, entre todos, las viejas amigas que uno se encuentra (y, con ellas, los recuerdos, las historias y los sueños de un tiempo que fue nuestro aunque ya no lo sea) y la hermana (y el novio amable y generoso) que se toma un avión desde Lima y que va, no por los rascacielos ni por las luces sino porque allí estaba yo (y que, con la misma alegría, hubiera ido a una ciudad bombardeada o asediada por la peste) para compartir el pan y la palabra y honrar, una vez más, la promesa de la familia.
Nueva York sin Alesia no fue, no pudo ser, lo que habíamos soñado (es casi una traición ser feliz sin ella), sin embargo, esta inmensa Babel de la que habló Lorca, resiste silencios y ruidos, se mantiene en pie, sobrevive a cotidianos malententidos y se yergue, invencible aún, como esa ciudad fascinante y maravillosa que tantos poetas cantaron y que, lo sé, nos recibirá algún día, otra vez, más temprano que tarde, para que los que somos y los que seremos, podamos caminar —de nuevo— por sus calles, sorprendenos —una vez más— con su gente y hundirnos —felices— en su misterio.
En el aeropuerto de Amsterdam, domingo 14 de julio del 2013
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Saturday, July 06, 2013
Entre Botero y Dalí
A través de los años, mi hermana, que trabaja en el mundo de los seguros, me ha lavado amorosamente el cerebro con eso de "es mejor tener un seguro y no necesitarlo, que necesitar un seguro y no tenerlo"; por eso, aunque jamás lo usamos, no me arrepiento de los varios miles de dólares que pagamos en Indonesia "por si acaso". Es harto sabido que los seguros se basan en la ley de probabilidades, o sea, "es muy probable que, de los muchos que los pagan, solo unos cuantos los usen". El riesgo (para las aseguradoras, claro) de que uno empiece a gastarles dinero aumenta si las condiciones personales son desfavorablemente (sedentarismo, obesidad, tabaquismo y un montón de etcéteras), pero si eres joven y saludable (¿quién dijo yo?), ese riesgo es mínimo. Como soy tonto pero no tanto, tengo consciencia de que, sin una póliza de seguro médico, de presentarse un problema mayor (en países donde los sistemas de salud pública son infames o inexistentes) sencillamente hay que morirse, porque lo que el diablo pudiera ofrecer por nuestras almas pecaminosas jamás alcanzaría para pagar las facturas, inmensas como un tumor hipertrofiado, con las que suelen despedirnos los honrados doctores de sus clínicas con aire acondicionado, cuando nos dan de alta o cuando ("hay cosas que están en las manos de dios") nuestros deudos llorosos quieren retirar nuestro cadáver.
Estar "entre trabajos" puede ponernos (hablando de seguros, coberturas y demás hierbas) en zonas grises o "tierras de nadie". Claro que un hombre previsor (yo no lo soy, pero mi hermana es persuasiva y convincente y los años van enseñando a golpes) debe tomar la precaución de extender la cobertura del seguro del "trabajo anterior" hasta los días en que se inicia la protección del seguro del "nuevo trabajo". Y así lo hice. Todos menos el de vida.
Lo gracioso (o terrible, según se vea) del seguro de vida, es que para conseguirlo, hay que morirse (algo así como que, para verificar eso de la vida eterna, hay que abandonar esta efímera existencia y "usted primero, caballero"). Lo bueno (¡hay que mantener las actitud positiva!) es que tus herederos, a los cuales ibas a dejarle solo deudas, reciben un algo que puede darles tiempo para digerir la pena, recomponerse y empezar de nuevo.
No hablo de los seguros de vida de las telenovelas, esos que hacen millonaria a la viuda (negra) o al hijo (ingrato), me refiero a los sencillos, comunes y silvestres, que tenemos nosotros, empleados asalariados y aspirantes a raquíticos burgueses, que permiten que (además) la familia no se descalabre económicamente a la hora (accidental, importuna e imprevista) de morirnos.
El mío (el seguro, digo, el anterior) expiró en junio y el nuevo no me cubre hasta fines de julio, dejándome casi cuatro semanas "fuera de juego". Ahora bien, entiendo que lo más recomendable (y grato) sería no morirse, pero cuando uno se trepa a un avión que va a recorrer, dos veces en una semana, los quince mil kilómetros que separan Singapur y Nueva York, las apuestas empiezan y uno, mortal al fin, se pone nervioso.
Seguro de vida por tres semana no te venden o no sé o no supe buscarlo, lo que sí te ofrecen con mayor entusiasmo es el "de accidentes para viajeros", eso sí, conseguirlo fue otra historia que dejo para otro día (a ver si alguien me explica, ¿qué sentido tiene poder comprarlo "online" cuando luego te piden que imprimas todo y resulta que tú, de vacaciones y en medio de la mudanza, no tienes ninguna impresora a la mano).
Lo cierto es que ya soy un viajero asegurado (y hasta prometen pagarme ochenta dólares si mi vuelo se demora más de seis horas) y, supongo, debo sentirme feliz como la familia que aparece sonriente en el folleto. No sé, creo que prefiero no morirme ni accidentarme ni perder los vuelos. Además, con la lista de exclusiones tan grande y odiosa que tiene mi seguro, me dan ganas de decirle a mi (aún) improbable viuda: "si te pagan, vamos a medias".
Coda explicatoria: ¿Y qué tienen que ver Botero y Dalí con mi seguro de viajero? Nada. Solo que la oficina donde lo compré queda en la zona financiera de Singapur y allí, frente al río, después de malgastar un par de horas en deprimentes papeleos, nos encontramos con sendas estatuas del colombiano y del español, y mi mujer sonreía como dos vidas y yo decidí no morirme (al menos por ahora) y entendí que lo que acabábamos de pagar por el seguro era, en realidad, una donación para aquellos que, casi siempre, tienen mucho dinero, pero son muy pobres.
Estar "entre trabajos" puede ponernos (hablando de seguros, coberturas y demás hierbas) en zonas grises o "tierras de nadie". Claro que un hombre previsor (yo no lo soy, pero mi hermana es persuasiva y convincente y los años van enseñando a golpes) debe tomar la precaución de extender la cobertura del seguro del "trabajo anterior" hasta los días en que se inicia la protección del seguro del "nuevo trabajo". Y así lo hice. Todos menos el de vida.
Lo gracioso (o terrible, según se vea) del seguro de vida, es que para conseguirlo, hay que morirse (algo así como que, para verificar eso de la vida eterna, hay que abandonar esta efímera existencia y "usted primero, caballero"). Lo bueno (¡hay que mantener las actitud positiva!) es que tus herederos, a los cuales ibas a dejarle solo deudas, reciben un algo que puede darles tiempo para digerir la pena, recomponerse y empezar de nuevo.
No hablo de los seguros de vida de las telenovelas, esos que hacen millonaria a la viuda (negra) o al hijo (ingrato), me refiero a los sencillos, comunes y silvestres, que tenemos nosotros, empleados asalariados y aspirantes a raquíticos burgueses, que permiten que (además) la familia no se descalabre económicamente a la hora (accidental, importuna e imprevista) de morirnos.
El mío (el seguro, digo, el anterior) expiró en junio y el nuevo no me cubre hasta fines de julio, dejándome casi cuatro semanas "fuera de juego". Ahora bien, entiendo que lo más recomendable (y grato) sería no morirse, pero cuando uno se trepa a un avión que va a recorrer, dos veces en una semana, los quince mil kilómetros que separan Singapur y Nueva York, las apuestas empiezan y uno, mortal al fin, se pone nervioso.
Seguro de vida por tres semana no te venden o no sé o no supe buscarlo, lo que sí te ofrecen con mayor entusiasmo es el "de accidentes para viajeros", eso sí, conseguirlo fue otra historia que dejo para otro día (a ver si alguien me explica, ¿qué sentido tiene poder comprarlo "online" cuando luego te piden que imprimas todo y resulta que tú, de vacaciones y en medio de la mudanza, no tienes ninguna impresora a la mano).
Lo cierto es que ya soy un viajero asegurado (y hasta prometen pagarme ochenta dólares si mi vuelo se demora más de seis horas) y, supongo, debo sentirme feliz como la familia que aparece sonriente en el folleto. No sé, creo que prefiero no morirme ni accidentarme ni perder los vuelos. Además, con la lista de exclusiones tan grande y odiosa que tiene mi seguro, me dan ganas de decirle a mi (aún) improbable viuda: "si te pagan, vamos a medias".
Coda explicatoria: ¿Y qué tienen que ver Botero y Dalí con mi seguro de viajero? Nada. Solo que la oficina donde lo compré queda en la zona financiera de Singapur y allí, frente al río, después de malgastar un par de horas en deprimentes papeleos, nos encontramos con sendas estatuas del colombiano y del español, y mi mujer sonreía como dos vidas y yo decidí no morirme (al menos por ahora) y entendí que lo que acabábamos de pagar por el seguro era, en realidad, una donación para aquellos que, casi siempre, tienen mucho dinero, pero son muy pobres.
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