La semana fue intensa. El viernes estaba cansado, hecho una ruina, algo
de lo que comí me cayó mal y regresé al departamento sin más ganas que
olvidarme de mí. Adolorido y sentado en el sillón que hace años me
acompaña, me preguntaba por qué nos habíamos mudamos a Singapur.
Vivíamos en Indonesia, el departamento que nos alojaba quedaba a
trescientos metros de mi salón de clases, Imah, la incansable señora que
trabajaba con nosotros, mantenía todo a la perfección (amén de que
cocina delicioso), Cecep conducía con serenidad y cautela nuestra
camioneta, éramos (aparentemente) millonarios (con una rupiah devaluada a
un cambio de ocho mil por un dólar que, según leo, se ha devaluado un
20% más en los últimos meses) y Bali estaba al alcance de la mano.
Luego de cinco años, mi salón de clases era mi pequeño paraíso,
mantenía excelentes relaciones con mis colegas, teníamos buenos amigos
con los cuales podíamos pasar horas conversando alrededor de un café,
estábamos entrenados para una vida social interesante (a veces intensa),
y éramos parte de una comunidad latina y peruana, variopinta y llena de
energía, alegría y entusiasmo, con un embajador nuestro, humano y
encantador con el que solíamos devorar el sublime «mousse» de chocolate
de «Plan B», el mejor restaurante de Yakarta para pasar un viernes en la
noche comiendo tapas y celebrando la vida con los potajes caseros con
los que Oskár nos hacía olvidar todas las razones (solo mencionaré el
tráfico, la contaminación, la informalidad y la corrupción) por las
cuales un lustro allá nos pareció suficiente y decidimos partir.
Khalil Gibrán decía que partir no es como cambiarse de camisa sino de
piel. Lo entendí hace siete años cuando, perro viejo ya y acostumbrado a
mi lugar, a mi calle, a mi parque y a mis amigos de toda la vida,
empecé a deambular por el mundo. Cuando salí de Lima en agosto del dos
mil seis, no tenía claro que el asunto era para largo y para lejos, pero
fue. Miami, Ciudad de México y Yakarta, han sido lugares donde habité,
conocí gente, hice amigos, probé los mejores manjares y anduve calles
persiguiendo sueños y fantasmas. Cada lugar tuvo algo especial y
siempre hallé gente con la cual compartir el pan y la palabra, esas
cosas simples e indispensables que nos humanizan.
Cuando acepté el trabajo en Singapur empezaron las voces de alerta:
«espero que te estén pagando el doble», «la gente allá es intratable»,
«es imposible hacer amigos entre los locales», «esa gente solo piensa en
el dinero», «olvídate de tu camioneta», «todo es carísimo» y sería
mentir si no dijera que el asunto me puso un poco nervioso. Singapur
habia sido, hasta entonces, un refugio contra el desorden amigable pero
feroz de Yakarta. Cada vez que queríamos huir unos días de la
confusión, Gaby y Rudy nos abrían generosos las puertas de su
departamento y disfrutábamos de unos días maravillosos en familia, con
paseos por Orchard, visitas a Sentosa y comidas espectaculares en los
tantos y buenos restaurantes de la ciudad. Sin duda, la isla no se
caracterizaba por sus precios bajos pero, qué importaba, estábamos de
vacaciones.
En junio nos mudamos. Y, sí, Singapur es cara, pero no más cara que las
tantas ciudades grandes en el mundo y, como todas ellas, tiene una
segunda vida, una capa que no es la que se ve en las propagandas o en las
visitas guiadas, un mundo inmenso (e intenso) que se desenvuelve más
allá de los famosos centros comerciales, los casinos y los parques de
diversiones, un país real que, como todo lo que recibe el rocío de lo
cierto, tiene sus grandezas y sus miserias, sus descubrimientos y sus
decepciones. Hemos hallado, sí, al cretino que comparte ascensor
contigo y es incapaz de devolver el saludo, al necio que se hace el
dormido para no darle el asiento a una mujer embarazada, al infeliz que
va en su bicicleta por la vereda y a toda velocidad; pero también hemos
encontrado a las chicas que atienden en el café y saludan alegres de
vernos y se saben de memoria nuestro pedido, al señor que se levanta
para darle el asiento a la embarazada avergonzado del muchacho que no lo
hace, al ciclista que baja la velocidad y pide disculpas y agradece
cuando le cedemos. Hemos descubierto una humanidad como todas, como
tantas, generosa y solidaria; un espacio habitado por gente encantadora
que son y significan mucho más que los eventuales desdichados y pobres
diablos que por allí aparecen.
El trabajo es nuevo y tiene todos los retos que la novedad conlleva,
pero mis colegas son amables y desprendidos, acogedores y amigables;
andar en metro es a veces tedioso pero nunca más que eso y siempre
seguro y confiable; lavar platos no nos hace felices, pero tampoco mata.
Se extraña a los amigos, claro, pero ahora tenemos casas esperándonos
en otra ciudad más y visitas que llegan a refrescarnos el alma y gente
que nos rodea y nos hace la vida más sencilla y que serán, lo sé, los
grandes amigos que extrañaremos cuando, quién sabe cuando, partamos
también de estas tierras que ahora nos acogen.
La vida es simple, pero es buena. Caminamos mucho, conversamos más,
aprendemos, gozamos lo que tenemos, pensamos en lo que dejamos, hacemos
planes y soñamos. Si todo eso es posible en una ciudad, es que esa
ciudad es un buen lugar para quedarse.
Todo esto lo pensaba el viernes aún doliente y cansado. Un par de horas
después desperté, tomamos un taxi y fuimos al Conservatorio de Música.
Por noventa minutos escuchamos al «Takács Quartet», un extraordinario
grupo de cuerdas que tocó a Mozart, Janácek, Smetana. Fue un bálsamo,
una mano tendida, una respuesta a mis inquietudes y un momento de paz
que justificó todo lo extraviado. A mi lado vi a mi infinita Alesia que
sonreía floreciente; por eso, sobre todo por ellas, estamos aquí.
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