Monday, September 23, 2013

Por eso

La semana fue intensa.  El viernes estaba cansado, hecho una ruina, algo de lo que comí me cayó mal y regresé al departamento sin más ganas que olvidarme de mí.  Adolorido y sentado en el sillón que hace años me acompaña, me preguntaba por qué nos habíamos mudamos a Singapur.

Vivíamos en Indonesia, el departamento que nos alojaba quedaba a trescientos metros de mi salón de clases, Imah, la incansable señora que trabajaba con nosotros, mantenía todo a la perfección (amén de que cocina delicioso), Cecep conducía con serenidad y cautela nuestra camioneta, éramos (aparentemente) millonarios (con una rupiah devaluada a un cambio de ocho mil por un dólar que, según leo, se ha devaluado un 20% más en los últimos meses) y Bali estaba al alcance de la mano.  Luego de cinco años, mi salón de clases era mi pequeño paraíso, mantenía excelentes relaciones con mis colegas, teníamos buenos amigos con los cuales podíamos pasar horas conversando alrededor de un café, estábamos entrenados para una vida social interesante (a veces intensa), y éramos parte de una comunidad latina y peruana, variopinta y llena de energía, alegría y entusiasmo, con un embajador nuestro, humano y encantador con el que solíamos devorar el sublime «mousse» de chocolate de «Plan B», el mejor restaurante de Yakarta para pasar un viernes en la noche comiendo tapas y celebrando la vida con los potajes caseros con los que Oskár nos hacía olvidar todas las razones (solo mencionaré el tráfico, la contaminación, la informalidad y la corrupción) por las cuales un lustro allá nos pareció suficiente y decidimos partir.

Khalil Gibrán decía que partir no es como cambiarse de camisa sino de piel.  Lo entendí hace siete años cuando, perro viejo ya y acostumbrado a mi lugar, a mi calle, a mi parque y a mis amigos de toda la vida, empecé a deambular por el mundo.  Cuando salí de Lima en agosto del dos mil seis, no tenía claro que el asunto era para largo y para lejos, pero fue.  Miami, Ciudad de México y Yakarta, han sido lugares donde habité, conocí gente, hice amigos, probé los mejores manjares y anduve calles persiguiendo sueños y fantasmas.  Cada lugar tuvo algo especial y siempre hallé gente con la cual compartir el pan y la palabra, esas cosas simples e indispensables que nos humanizan.

Cuando acepté el trabajo en Singapur empezaron las voces de alerta: «espero que te estén pagando el doble», «la gente allá es intratable», «es imposible hacer amigos entre los locales», «esa gente solo piensa en el dinero», «olvídate de tu camioneta», «todo es carísimo» y sería mentir si no dijera que el asunto me puso un  poco nervioso.  Singapur habia sido, hasta entonces, un refugio contra el desorden amigable pero feroz de Yakarta.  Cada vez que queríamos huir unos días de la confusión, Gaby y Rudy nos abrían generosos las puertas de su departamento y disfrutábamos de unos días maravillosos en familia, con paseos por Orchard, visitas a Sentosa y comidas espectaculares en los tantos y buenos restaurantes de la ciudad.  Sin duda, la isla no se caracterizaba por sus precios bajos pero, qué importaba, estábamos de vacaciones.

En junio nos mudamos.  Y, sí, Singapur es cara, pero no más cara que las tantas ciudades grandes en el mundo y, como todas ellas, tiene una segunda vida, una capa que no es la que se ve en las propagandas o en las visitas guiadas, un mundo inmenso (e intenso) que se desenvuelve más allá de los famosos centros comerciales, los casinos y los parques de diversiones, un país real que, como todo lo que recibe el rocío de lo cierto, tiene sus grandezas y sus miserias, sus descubrimientos y sus decepciones.  Hemos hallado, sí, al cretino que comparte ascensor contigo y es incapaz de devolver el saludo, al necio que se hace el dormido para no darle el asiento a una mujer embarazada, al infeliz que va en su bicicleta por la vereda y a toda velocidad; pero también hemos encontrado a las chicas que atienden en el café y saludan alegres de vernos y se saben de memoria nuestro pedido, al señor que se levanta para darle el asiento a la embarazada avergonzado del muchacho que no lo hace, al ciclista que baja la velocidad y pide disculpas y agradece cuando le cedemos. Hemos descubierto una humanidad como todas, como tantas, generosa y solidaria; un espacio habitado por gente encantadora que son y significan mucho más que los eventuales desdichados y pobres diablos que por allí aparecen.

El trabajo es nuevo y tiene todos los retos que la novedad conlleva, pero mis colegas son amables y desprendidos, acogedores y amigables; andar en metro es a veces tedioso pero nunca más que eso y siempre seguro y confiable; lavar platos no nos hace felices, pero tampoco mata.  Se extraña a los amigos, claro, pero ahora tenemos casas esperándonos en otra ciudad más y visitas que llegan a refrescarnos el alma y gente que nos rodea y nos hace la vida más sencilla y que serán, lo sé, los grandes amigos que extrañaremos cuando, quién sabe cuando, partamos también de estas tierras que ahora nos acogen.  

La vida es simple, pero es buena.  Caminamos mucho, conversamos más, aprendemos, gozamos lo que tenemos, pensamos en lo que dejamos, hacemos planes y soñamos.  Si todo eso es posible en una ciudad, es que esa ciudad es un buen lugar para quedarse.

Todo esto lo pensaba el viernes aún doliente y cansado.  Un par de horas después desperté, tomamos un taxi y fuimos al Conservatorio de Música.  Por noventa minutos escuchamos al «Takács Quartet», un extraordinario grupo de cuerdas que tocó a Mozart, Janácek, Smetana.  Fue un bálsamo, una mano tendida, una respuesta a mis inquietudes y un momento de paz que justificó todo lo extraviado.  A mi lado vi a mi infinita Alesia que sonreía floreciente; por eso, sobre todo por ellas, estamos aquí.

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