Sunday, July 21, 2013

Los chanchos vuelan

Supongo que el sobrepeso me da libertad para hablar del asunto.  La frase "este cree que los chanchos vuelan" se ha usado tradicionalmente para señalar al ingenuo; nace del supuesto de que los cerdos "no pueden volar porque son gordos" y, por ende, solo alguien muy tonto podría suponerlos cortando el aire como un águila. Mucho más certera sería la máxima si reemplazáramos a los chanchos por las avestruces —aladas, inmensas e incapaces de alzar vuelo—, pero el asunto elemental —las alas— se ignora para darle relevancia a los kilos.

Si siempre fui gordo (perdón, "sí, siempre fui gordo"), son contadas las circunstancias en las que he sentido que esos kilos son un verdadero problema (y es acá donde el chancho que no vuela viene a cuento), y casi invariablemente está involucrada una silla, un sillón o un asiento (porque mis dramas con la ropa los solucionaron los sastres y "Big & Tall" —que por alguna acomplejada razón que ignoro se llama ahora "Casual Male"— y mis líos con la salud los tengo en jaque a fuerza de caminatas —el mate se lo dejo al infarto, pero no nos pongamos agoreros—).

Entendámonos, no estoy acusando a las sillas (¡pobres ellas!, que tan estoicas me toleran, bueno, casi todas).  Tampoco es que guarde un especial rencor por el carpintero (profesión notable y ennoblecida hasta en la Biblia), el ingeniero o el empeñoso operario de la máquina que fabrica asientos por miles.  Para más señas, el asunto no es con la silla toda, sino con una de sus partes: ¿con qué otro fin que no fuera torturar a los gordos pudieron haberse creado los brazos de las sillas?  Algún ingenuo dirá que para descansar los codos, pero yo creo que se trata de una conspiración.

Ir a lugares públicos y verse sometido a la tiranía de la estrechez de una silla es, por lo menos, infame.  Más cuando se es joven y tímido (ya sé que no me creen, pero era) y uno anda de primera cita con la chica aquella a la que ha invitado a compartir (al menos) "el pan y la palabra".  Con el paso del tiempo (y de los kilos, que, en realidad, no pasan sino que se asientan —pero asientan también, y eso es lo bueno, el carácter—) el asunto se hace manejable.  Hoy, sencillamente, en el lugar al que vaya pido que me cambien la silla "por una sin brazos" que los comprensivos mozos siempre, hasta ahora, han encontrado.  Otro espacio terrible es el de las butacas de los cines y teatros; felizmente, y por eso de la competencia, las salas se han hecho más modernas, han elevado sus estándares de comodidad y han anchado sus sillas.

Donde me encuentro vencido es en los aviones.  Algún cerebro maligno decidió que el promedio de los seres humanos ocupa un espacio brevísimo y allí no hay forma de que alguien nos cambie la silla "por una sin brazos".  Hace un tiempo descubrí, para mi suerte, que viajar acompañado de Alesia es (además de por muchas otras causas esenciales) un regalo de la diosa Fortuna.  Y es que el torturador que funge de ingeniero de aviones tuvo una debilidad y se le ocurrió que los brazos entre los asientos pudieran levantarse; así que, mi infinita, me cede generosa parte de su espacio y puedo yo apacentar mi humanidad plácidamente sin temor a incomodarla.  Además, ella es feliz utilizando mi hombro de almohada y yo puedo estar en el avión sin sentirme atrapado ni fulminado por las miradas de mis vecinos. Maravilloso.

Claro, la desgracia siempre nos respira en el cuello y el otro día hube de embarcarme, solo, triste y sin espacio extra, en un avión que, con alguna escala, iba a tenerme más de veinte horas esclavo de la brevedad de sus asientos.  Los detalles, sí ya sé, se los cuento la semana que viene.

Monday, July 15, 2013

New York without you 

New York without you was grey, 
no dreams, no flowers, no light; 
for what I want, my love, to stay 
if this, without you, is a lie? 

Cuando Anne-Marie y John me recomendaron despreciar los hoteles de Times Square y buscar refugio en un "loft" de Upper West Side, yo acepté agradecido el consejo de quienes conocen bien el laberinto cuadriculado de la isla de Manhattan. "Es lo ideal", me dijeron, "una zona residencial, tranquila, sin los ajetreos y apuros de los turistas, con infinidad de tiendas y pequeños restaurantes, a un paso de varios museos y al lado de Central Park". Yo iba (fui) a tomar un curso que me habilitara (esperémoslo) para enseñar "Spanish AP" (una clase de español avanzado cuyo examen externo permite, a los alumnos que la aprueban, sumar ciertos créditos universitarios) y mi infinita Alesia para pasear por museos, escuchar algún buen concierto y disfrutar de esa ciudad que ha sido narrada y cantada incansablemente.

El Destino, dios de todos los dioses, torció nuestra voluntad y terminé viajando solo —los días indispensables para recibir las lecciones— para, casi de inmediato, emprender ruta a Singapur, donde Alesia, aún sin piano pero siempre con música, me espera. Llegué al JFK (uno de los tres aeropuertos que sirven a la isla) y estuve una hora en Migraciones. Nada más lento que caer en la fila del guardia, estadounidense de primera generación, que revisa afanoso nuestros papeles como si todos fuéramos sospechosos de querer instalarnos indefinida (e ilegalmente) en "el sueño americano". Después, otros noventa minutos en la cola del taxi ("no sé qué pasa hoy día, chico", me decía un cubano eléctrico que ofrecía un bus "que sale ahorita, chico, a gran central, chico, y solo dieciocho dólares"), hasta que, finalmente, pude decirle al educado conductor indio: "please, to the 133 West 82nd, between Amsterdam and Columbus".

Salvo tener que subir las escaleras (cosa que yo no amo y mis kilos detestan), la propiedad de Susan y Warren —compositora ella, aquitecto él— es una maravilla. Un minidepartamento con todo lo necesario —hasta los crujientes escalones— para que uno se sienta "en casa"; ubicado en una zona tranquila pero transitada, donde no llegan las multitudes y los restaurantes, que siempre tienen comensales, tienen —siempre también— un espacio para los turistas curiosos y hambrientos.

Como mi curso era en Fordham University, caminé todos los días las veintitantas cuadras que separaban mi habitación de Linconl Square y puede ver (y disfrutar), andando un día por Amsterdam, otro por Columbus, otro por Broadway, las decenas de "delis", "diners", bodegas, cafeterías, minimercados y restaurantes. También los carittos, metálicos y con ruedas, que llegan cada mañana a instalarse en las esquinas con los célebres "hotdogs" y "pretzels" de Nueva York y, además, los no menos famosos que venden "kebabs" turcos, sánguches cubanos y jugos de frutas.

A mí la gente de Nueva York se me antoja simpática, al menos la gente sencilla con la que me crucé, los que atienden en las bodegas, los mozos, los porteros, los taxistas; más de una vez me perdí y siempre alguien me explicó, con paciencia, cómo retomar el rumbo. Creo que la mala fama de los niuyorquinos nace (como también lo sospecho en Singapur) de la lógica, estéril y acomplejada, que dicta "como mi vecino no me saluda, entonces, yo no saludo a mi vecino". Sí, gente con mala leche hay en todas partes, pero la mayoría de los seres humanos —esa es mi fe— son amables cuando son tratados amablemente y están dispuestos a prestar generosos su ayuda.

Seis días son nada para una ciudad como Nueva York, más aún si uno tiene clases desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Pero siempre hay tiempo para un paseo por Central Park con sus miles de ciclistas y corredores huyéndole a la vejez y al infarto, para andar la Quinta avenida con sus tiendas espectaculares —hechas para alimentar la avaricia de la gente—, para toparse con mendigos haraganes pidiendo unas monedas para comprarse un poco más de marihuana, para cruzarse en el camino de perros mimados que pasean en carritos para bebés tratando de curar —inútilmente— la soledad de sus ricos dueños, para caminar (y equivocarse de rumbo y volver veinte cuadras y llegar) hasta Grand Central, la centenaria estación central del metro y los ferrocarriles y comerse allí, en su extraordinario mercado, unos trozos de jamón fresco en pan con calenturas de recién horneado. Sí, seis días son poco, pero suficientes para escaparse una tarde y visitar la biblioteca pública y emocionarse con una exhibición sobre García Lorca y hacerse niño de nuevo con una exhibición que trata de explicar (y lo hace deliciosamente) "why children´s books matter".

Qué desfile de gente, de todo y para todos los gustos, desde la que poco deja a la imaginación con sus mínimas transparencias hasta la que se cubre de negro, de pies a cabeza (mientras el cretino del marido camina, veraniego, en pantalones cortos y sandalias, mirando de reojo las caderas de la cubana que marcha alegremente al lado, bamboleando su pantalones apretadísimos). El tipo de coloreada corbata michi y camisa a cuadros que camina junto a la elegantísima mujer de tacos, minifalda y piernas interminables, los turistas distraídos, los niuyorkinos que nos miran con tolerante enfado, los ilegales que tratan de parecer locales y los ancianos que se sientan a esperar la muerte mientras regalan aburridamente migajas a las palomas.

Y, por supuesto, entre todos, las viejas amigas que uno se encuentra (y, con ellas, los recuerdos, las historias y los sueños de un tiempo que fue nuestro aunque ya no lo sea) y la hermana (y el novio amable y generoso) que se toma un avión desde Lima y que va, no por los rascacielos ni por las luces sino porque allí estaba yo (y que, con la misma alegría, hubiera ido a una ciudad bombardeada o asediada por la peste) para compartir el pan y la palabra y honrar, una vez más, la promesa de la familia.

Nueva York sin Alesia no fue, no pudo ser, lo que habíamos soñado (es casi una traición ser feliz sin ella), sin embargo, esta inmensa Babel de la que habló Lorca, resiste silencios y ruidos, se mantiene en pie, sobrevive a cotidianos malententidos y se yergue, invencible aún, como esa ciudad fascinante y maravillosa que tantos poetas cantaron y que, lo sé, nos recibirá algún día, otra vez, más temprano que tarde, para que los que somos y los que seremos, podamos caminar —de nuevo— por sus calles, sorprendenos —una vez más— con su gente y hundirnos —felices— en su misterio.

En el aeropuerto de Amsterdam, domingo 14 de julio del 2013

Saturday, July 06, 2013

Entre Botero y Dalí

A través de los años, mi hermana, que trabaja en el mundo de los seguros, me ha lavado amorosamente el cerebro con eso de "es mejor tener un seguro y no necesitarlo, que necesitar un seguro y no tenerlo"; por eso, aunque jamás lo usamos, no me arrepiento de los varios miles de dólares que pagamos en Indonesia "por si acaso". Es harto sabido que los seguros se basan en la ley de probabilidades, o sea, "es muy probable que, de los muchos que los pagan, solo unos cuantos los usen".  El riesgo (para las aseguradoras, claro) de que uno empiece a gastarles dinero aumenta si las condiciones personales son desfavorablemente (sedentarismo, obesidad, tabaquismo y un montón de etcéteras), pero si eres joven y saludable (¿quién dijo yo?), ese riesgo es mínimo. Como soy tonto pero no tanto, tengo consciencia de que, sin una póliza de seguro médico, de presentarse un problema mayor (en países donde los sistemas de salud pública son infames o inexistentes) sencillamente hay que morirse, porque lo que el diablo pudiera ofrecer por nuestras almas pecaminosas jamás alcanzaría para pagar las facturas, inmensas como un tumor hipertrofiado, con las que suelen despedirnos los honrados doctores de sus clínicas con aire acondicionado, cuando nos dan de alta o cuando ("hay cosas que están en las manos de dios") nuestros deudos llorosos quieren retirar nuestro cadáver.

Estar "entre trabajos" puede ponernos (hablando de seguros, coberturas y demás hierbas) en zonas grises o "tierras de nadie".  Claro que un hombre previsor (yo no lo soy, pero mi hermana es persuasiva y convincente y los años van enseñando a golpes) debe tomar la precaución de extender la cobertura del seguro del "trabajo anterior" hasta los días en que se inicia la protección del seguro del "nuevo trabajo". Y así lo hice.  Todos menos el de vida.

Lo gracioso (o terrible, según se vea) del seguro de vida, es que para conseguirlo, hay que morirse (algo así como que, para verificar eso de la vida eterna, hay que abandonar esta efímera existencia y "usted primero, caballero").  Lo bueno (¡hay que mantener las actitud positiva!) es que tus herederos, a los cuales ibas a dejarle solo deudas, reciben un algo que puede darles tiempo para digerir la pena, recomponerse y empezar de nuevo.

No hablo de los seguros de vida de las telenovelas, esos que hacen millonaria a la viuda (negra) o al hijo (ingrato), me refiero a los sencillos, comunes y silvestres, que tenemos nosotros, empleados asalariados y aspirantes a raquíticos burgueses, que permiten que (además) la familia no se descalabre económicamente a la hora (accidental, importuna e imprevista) de morirnos.

El mío (el seguro, digo, el anterior) expiró en junio y el nuevo no me cubre hasta fines de julio, dejándome casi cuatro semanas "fuera de juego".  Ahora bien, entiendo que lo más recomendable (y grato) sería no morirse, pero cuando uno se trepa a un avión que va a recorrer, dos veces en una semana, los quince mil kilómetros que separan Singapur y Nueva York, las apuestas empiezan y uno, mortal al fin, se pone nervioso.

Seguro de vida por tres semana no te venden o no sé o no supe buscarlo, lo que sí te ofrecen con mayor entusiasmo es el "de accidentes para viajeros", eso sí, conseguirlo fue otra historia que dejo para otro día (a ver si alguien me explica, ¿qué sentido tiene poder comprarlo "online" cuando luego te piden que imprimas todo y resulta que tú, de vacaciones y en medio de la mudanza, no tienes ninguna impresora a la mano).

Lo cierto es que ya soy un viajero asegurado (y hasta prometen pagarme ochenta dólares si mi vuelo se demora más de seis horas) y, supongo, debo sentirme feliz como la familia que aparece sonriente en el folleto.  No sé, creo que prefiero no morirme ni accidentarme ni perder los vuelos.  Además, con la lista de exclusiones tan grande y odiosa que tiene mi seguro, me dan ganas de decirle a mi (aún) improbable viuda: "si te pagan, vamos a medias".

Coda explicatoria: ¿Y qué tienen que ver Botero y Dalí con mi seguro de viajero? Nada.  Solo que la oficina donde lo compré queda en la zona financiera de Singapur y allí, frente al río, después de malgastar un par de horas en deprimentes papeleos, nos encontramos con sendas estatuas del colombiano y del español, y mi mujer sonreía como dos vidas y yo decidí no morirme (al menos por ahora) y entendí que lo que acabábamos de pagar por el seguro era, en realidad, una donación para aquellos que, casi siempre, tienen mucho dinero, pero son muy pobres.

Sunday, June 30, 2013

De Singapur a Malasia (y viceversa)

Cuando los niveles de polución en Singapur alcanzaron cimas históricas (que causaron histeria en la población y que algunos inescrupulosos —los hay todas partes— aprovecharon para "ganarse alguito" cobrando de más por las máscaras N95), nosotros, (aún) valientes turistas, nos decidimos por la huida al norte. Los vientos habían convertido la "Ciudad de los Leones" en una especie de Londres invernal con olor a parrillada y a treinta grados centígrados. Kuala Lumpur estaba libre de la humareda y a una distancia que nos liberaba de la necesidad de aviones y aeropuertos en la comodidad de un bus "deluxe", ideal para las casi doce semanas de embarazo (el de ella, claro, que mi barriga nada tiene que ver con la perpetuación de la especie sino, si quieren, con todo lo contrario).

El plan de evacuación empezó estableciendo comunicación con los dos refugios que allá tenemos (como dijo alguna vez Julio Ramón Ribeyro, "para qué quiero millones sin tengo amigos"). Ambos (ambas) respondieron afirmativamente. Gabriela y Amy son dos grandes amigas y estar con ellas y sus familias, es como estar en casa.

Amy estaba por partir de vacaciones a China y me desaconsejó el trote, "la contaminación está viniendo al norte, hoy amaneció el cielo oscuro, mejor vete a Bali, however, mi casa es tu casa (gringa ella, ama la frase mexicana y la honra), ven cuando quieras".

Gabriela, con quien comparto el pasaporte y, sobre todo, la amistad desde hace tanto, me reconfirmó las noticias, "Kuala amaneció un poco oscura, pero vente, que está mejor que en Singapur, tenemos una cena en casa, así que si te tomas el bus de las siete, llegas para el postre" (clarification for non-latinos: el postre en las cenas latinas puede servirse entre las once de la noche y las dos de la madrugada).

Para ir de Singapur a Kuala Lumpur existen decenas de líneas de buses que ofrecen, todas, el "mejor servicio" y el más rápido y los asientos más cómodos y todo eso. Consejo, si se sabe el destino final en Malasia, es mejor usar el servicio de la compañía que llegue más cerca a ese punto. Es de suponerse que, debido a las siempre exigentes normas singapurenses, no hay ninguna línea que sea tan mala (por lo mismo, si se viene en sentido inverso, tómese la que mejor se antoje, que acá, en esta isla, no hay cómo perderse).

Gabriela me dijo "toma Odyssey que te deja en la puerta del edificio". Si cualquier otra persona me recomendara viajar en una empresa que se llama "Odisea", yo —que, como Borges, creo que "el nombre es arquetipo de la cosa"— declinaría amablemente en favor de compañías como "First Coach", "Five Stars", "Luxury Tour" o "Super Nice"; pero si alguien sabe de viajes y compras es Gaby, así que adquirí los boletos en Internet (SG$50,00 c/u, solo ida).

Llegamos a la plaza "Balestier" a las 18:30 para tomar el bus de las 19:00. Partió a tiempo.

En el ómnibus no hay baño, pero sí tienen "wifi" y películas (con su pantallita individual, tipo avión moderno). Sirven comida (nada memorable, mejor llevar chocolates y galletas o sánguches de "7-Eleven" —los de huevo y queso, están buenos—) y dan agua o café. Cada dos horas se detienen para quien quiera estirar las piernas o necesite darle paz a la vejiga. El viaje es casi por completo en autopista, rápido y, me pareció, bastante seguro.

Una de las paradas es en la frontera, hay que pasar migraciones tanto en Singapur como en Malasia y, en uno de los extremos (el del país al cual está uno ingresando), hay un control de aduanas (quien venga a Singapur, que no traiga alcohol ni cigarros). No se tarda más de quince minutos. Si se quiere usar el baño, úsese el del lado de Singapur, siempre está más limpio.

En cinco horas llegamos (en Odyssey) a "Mont Kiara", zona moderna, limpia, tranquila y grata a la vista, hasta donde la neblina nos permitió observar. El bus, como Gabriela lo había anunciado, nos dejó en la puerta de "MK10", el condominio donde ella y Rudi (y Macarena y Lara y Ale) nos recibieron con los abrazos, las celebraciones, la alegría y la generosidad, con la que solo pueden recibir aquellos que han hecho de la amistad una nueva forma de familia.

Hubo quesos, lomo saltado, postre, historias, teacuerdas y todo eso que hace la gente cuando se quiere y se reúne y celebra la vida.

Todo estuvo extraordinario, salvo que, al amanecer del día siguiente, los cielos estaban tapados y los noticieros anunciaban que la contaminación, por capricho del viento, "se aleja de Singapur y ya ha llegado a Kuala Lumpur...".

Friday, June 21, 2013

De humos (en Singapur) y fuegos (en Indonesia)

Si de algo de jactan en Singapur (en realidad se precian de mucho, y razones no les faltan —ni ganas de recordárselo a sus vecinos—) es de ser una "ciudad jardín", tan eficiente, que muy pronto se convertirá, lo dicen ellos, en una "ciudad en el jardín". De hecho, el crecimiento exponencial de los espacios verdes y el aumento sostenido de la biodiversidad, permiten hallar zonas verdes por todas partes, tanto así que aún en Orchard Road —la más comercial y "aconcretada"de sus calles— es posible escuchar el canto de los pájaros compitiendo, con bastante alegría, contra los motores de los muchos carros y la música de las infinitas tiendas.

En Singapur, como en la Lima de mi infancia, se puede beber el agua que llega por la tubería sin tener que pasarla por filtros ni exorcismos, cuando ni en la vecina Yakarta ni en Johor, la provincia fronteriza con Malasia de donde Singapur importa parte del agua pura que consume, nadie se atreve a beberla del caño, ni con filtro. También es posible (y común, ¡y sabroso!) comer en los restaurantes populares —los famosos "hawkers"— donde, por unos cuantos dólares locales (US$1,00=SG$1,25), de rey a paje disfrutan de comida china, india, malaya, indonesia, turca y occidental, sin temor a infecciones ni enfermedades.

Ahora bien, en este jardín limpio y ordenado (no entraré en detalles políticos-policiales, solo diré que el caos de los países vecinos nos es, ni de lejos, el aceptable producto de democracias exquisitas y libérrimas), cae como un balde de agua fría o, para ser más exactos, como una brasa hirviente, cuando los vecinos del sur, especialmente en Sumatra, se dedican al bonito deporte de incendiar bosques naturales y desechos vegetales con el propósito de preparar el campo para sembrar más plantas de palma y producir más aceite.

La producción de aceite de palma ha sido cuestionada por muchas instituciones por ser ecológicamente insostenible, destructora del medio ambiente y de la biodiversidad. El cultivo de la palma es una de las causas esenciales de la pérdida del 40% de los bosques en la isla más grande de Indonesia y, además, ha puesto al borde de la extinción especie únicas como el tigre y el rinoceronte de Sumatra y el orangután. Sin embargo —y acá se complica el asunto—, el negocio del aceite de palma genera, solo en Indonesia, ventas anuales cercanas a los veinte mil millones de dólares y permite la creación —directa e indirecta— de unos seis millones de puestos de trabajo.

Los problemas de las "quemas" en Sumatra y Borneo vienen de lejos. Incinerar los campos ha sido una forma tradicional de preparar la tierra para el próximo cultivo, la diferencia es que una cosa es la quema artesanal de pequeños grupos de campesinos y, otra —ferozmente distinta y brutalmente mayor—, es cuando las corporaciones hacen lo mismo, en cientos de hectáreas, para abaratar sus costos de operación.

Ya en 1997, Singapur y varias regiones de Malasia, sufrieron por varios meses las consecuencias de los incendios causados en Indonesia. Esta crisis originó que la ASEAN (Association of Southeast Asian Nations) produjeran un "Convenio sobre la contaminación atmosférica transfronteriza". Solo uno de los países miembros no lo ha ratificado: Indonesia.

Esta semana, el problema ha escalado. Si en 1997 se llegó a niveles de polución de 226 (sobre un máximo de 500, donde más de 200 es "muy insalubre" y más de 300, "peligroso"), el viernes 21 de junio, al mediodía, las lecturas de la Agencia Nacional del Medio Ambiente de Singapur marcaron 401.

Las quejas de Singapur han sido calificadas "quejas de niños nerviosos" por el Ministro de Bienestar de Indonesia, quien ha agregado que muchas corporaciones productoras de aceite de palma que trabajan en Indonesia, son de capitales de Singapur o tienen sus oficinas allá. Singapur ha respondido pidiendo que se identifique a las empresas dueñas de las plantaciones para perseguirlas si están en su jurisdicción, a lo que Indonesia ha contestado que ellos van a juzgarlos (¡con lo eficaz y proba que es la justicia indonesia!).

Sin embargo, la perla más deliciosa ha surgido de otras declaraciones de ese mismo Ministro de Bienestar quien, temprano, acorralado por la campaña mediática que condenaba los incendios, protestó contra la ciudad-estado: "Singapur no dice nada cuando tiene aire fresco, pero se queja de la contaminación ocasional...". ¡Habrase visto!

Sunday, June 16, 2013

So far, va bien

El aeropuerto de Changi es la primera cara que nos muestra Singapur; es eficiente, limpio y ordenado, una delicia para cualquiera que se haya pasado demasiadas horas en un avión hinchándose y deshidratándose.  La espera en "Migraciones" es corta y entiendo que se ha organizado de manera tal que no transcurran más de treinta minutos entre el aterrizaje del avión y el momento en que el pasajero recoge sus maletas.

Los taxistas en Singapur no son siempre los más amables del mundo y muchos viven atrapados en esa urgencia nacional de hacerlo todo rápido, cosa que a veces puede traducirse en intolerancia e incomprensibles gruñidos en "singlish" (que es la lengua del buen Shakespeare mezclada con malayo, chino, tamil y lo que se ofrezca, o sea, como el "spanglish" pero "más worst").  En mi experiencia, los taxistas de origen indio son los más simpáticos y dicharacheros (a veces demasiado), pero son los menos; la mayoría de choferes son chinos, los hay neuróticos y amables, más los últimos que los primeros, por suerte.

Vivimos, por ahora, bajo el amparo de una amiga cuyas vacaciones en Sri Lanka nos permiten hacer de "okupas" de lujo en el distrito número 10 (Farrer/Holland), a pocos minutos en metro de Orchard y sus miles de tiendas, cafeterías, restaurantes y hoteles.  La zona es hermosa y elegante, una tentación.  El departamento que habitamos es pequeño pero suficiente (lo único incómodo es la ducha, donde me siento Gulliver en Liliput, pero entiendo que es más culpa mía que del infame arquitecto).

Si la idea es pasar solo unos días en esta isla, definitivamente, esta es una zona ideal, cerca de todo lo que el turista quiere ver y experimentar; si el asunto, en cambio, es mudarse a vivir en este país, intuyo que no es posible ni saludable exprimir todos los días como si estuviéramos de vacaciones (menos si uno es, mea culpa, profesor cuarentón de adolescentes hiperactivos y tiene que levantarse a las cinco de la mañana para la "caminata-contra-el-infarto", indispensablemente tempranera porque en la tarde no me mueven ni con grúa) y considero beneficioso alejarse (más que para mí, para mi pobre víctima que soporta, celestial e infinita, la escasa resistencia de mi buen humor entre las multitudes), irse, poner alguna distancia entre todos los felices turistas y el suscrito.

Nuestra primera semana en Singapur ha sido realmente productiva.  Comprar una línea telefónica (o sea, una "sim card, con minutos y data") es tan fácil como presentar el pasaporte, siempre y cuando sea pre-pago; el servicio de la empresa M1 es bueno y la cobertura amplia.  Realizar los trámites burocráticos para conseguir el carnet de "trabajador no inmigrante" es sencillo (bueno, no los hice yo, solo fui a que me tomaran las fotos y las huellas); hay que esperar poco menos de una semana para recibir el documento.  Hacer el mercado es un paseo; tiendas hay muchas y de todos los precios (o sea, "caras" y "más caras"), por ejemplo, cuanto más cerca a las zonas residenciales estés, pagarás más por la botella de agua (que puede costar, la misma, entre SG$0,40 y SG$2,00).

Es posible (y es casi siempre un gusto) comer en un infinito número de lugares, desde los famosos "hawkers centers" (algo así como la versión pasteurizada de las anticucheras del Estadio Nacional del Perú) hasta los restaurantes de lujo, pasando por una gama inmensa de "fast foods", "food courts" y cafeterías.  Lo que se gasta depende de uno, pero con SG$7,00, "la haces" en un hawker.  A los amantes del café, Singapur les ofrece cada vez más lugares a dónde ir, desde el tradicional "kopi" (el más famoso está mezclado con leche condensada) hasta un clásico "capuchino". Un buen café (y a veces uno malo) puede costar entre SG$5,00 y SG$8,00; eso sí, es posible tomarse un sabroso "kopi" por solo SG$1,00.

Dos "algos" más.  Primero; en las farmacias.  Eso de "venta bajo receta médica", funciona, así que quien vengan por estos lares apertréchese bien de pastillas o tendrá que ir muy pronto a un GP (General Practitioner) por una receta. Segundo; los baños. Más en los establecimientos públicos que en los privados, pero igual, casi todos, casi siempre, ¡están limpios!

Estas son solo algunas primeras y desordenadas impresiones; discúlpenseme los saltos temáticos y las acrobacias verbales (que a estas alturas de mis kilos son las únicas que me quedan).

De a pocos, como quien saborea los minutos conversándose un café con un buen amigo, profundizaré en estos y otros temas si ustedes, insobornables lectores, permiten que siga yo robándome su tiempo.

Monday, June 10, 2013

Por las "Palabras que vuelan"


Decir "lo siento" es muy poco
(aunque lo sienta de veras),
¡no culpen a la distancia
por el dolor de mi ausencia!

Ya lo ven, uno dispone,
busca, organiza, planea,
¡y el duende de los futuros
nos viene con sus sorpresas!

Cosas que tiene la vida
para mostrarnos que es bella,
¡darle a mis sombras de otoño
la luz de la primavera!

Por eso no voy, aguardo
que alumbre la luna nueva,
para volver a abrazarlos
con más amor y más fuerza.

Espero en mi firmamento
la luz de una nueva estrella,
para cantar con el alma
vestida de baile y fiesta.

Sé que sabrán perdonarme
sin rencor y sin reservas,
¡por el amor que me dan
que lindo es vivir en deuda!

No les mando mis recuerdos,
porque aprendí que en la Tierra
la memoria es una cosa
muy parecida a la ausencia.

Ustedes están conmigo,
son verdad, son la presencia
que me acompaña, de lejos,
¡como si estuviera cerca!

Solo les mando un saludo;
las emociones intensas,
los abrazos, la alegría,
¡los guardo para la vuelta!

Saturday, June 08, 2013

Lento, pero no flojo

Cuando salí de Lima, en agosto del 2006, no imaginé que se haría tan larga mi ausencia.  Entonces otra era la noble víctima de esta sociable misantropía que las muchachas en ropas ligeras de "South Beach" no lograron curarme.

Miami, y más tarde la Ciudad de México, fueron algo así como el preámbulo, los primeros desconcertados pasos, de un exilio dorado que aún me mantiene lejos.  Yakarta, caótica y amable, se convirtió en la inesperada y solaz consecuencia de esta huida hacia adelante que ha sido mi vida ("si vas a escapar, al menos que parezca que estás atacando").

La capital de Indonesia es una metáfora del archipiélago en donde se encuentra; islas, gente, grupos, razas, religiones, separados por las aguas, casi siempre contaminadas, de los ríos desbordados.  Hay aventureros (y aún hay más aventureras, pero esa ya es crónica de mi pasado) que se atreven a cruzar los charcos que no pocas veces ocultan abismos, sin embargo, la gran mayoría vive en su islote, en su burbuja, en su espacio más o menos protegido y atravesado tan solo (es un decir) por la marabunta de motocicletas que todo lo capturan, efímeras colonizadoras, como las inundaciones.

Yo empecé mi vida gitana a la edad en que mis amigos ya criaban hijos, pagaban hipotecas y se preocupaban por sus inversiones y el fondo de jubilación.  Ellos regresaban y yo recién partía.

Hay gente precoz, esos que hacen todo pronto, impacientes, como apurados por la vida, y hay quienes nos tomamos un tiempo (o mucho).  Para cualquiera que se haya topado con mi humanidad, está claro que pertenezco a la raza de los remolones; al clan de los "poltrones y perezosos" que no andamos con apuros.  El ejemplo más sencillo es la ducha, con perdón.  Mis amigos deportistas, quién sabe cómo, necesitan cinco minutos para pasar de ser una sopa maloliente de sudores a (re)convertirse en los sujetos fresquísimos que exudan "aftersheif".  A mí me toma una hora hacerlo con calma y sesenta minutos apurado, solo que si corro, amén de no ahorrar tiempo, termino como mis amigos antes del baño; así que, vamos despacio.  

Soy lento, tardío.  Publiqué tarde mis primeros poemas y, luego, mis libros.  Tarde me casé y, más tarde todavía, me re-casé (las declaro inocentes).  Tarde me hice a las distancias y al mar (o al avión, que es lo que corresponde a nuestros tiempos). Tarde dejé la Coca-cola, tarde (ojalá que no mucho) empecé a caminar para postergar el infarto (y, claro, supongo que la dieta la empezaré -es un decir- demasiado tarde; pero no nos pongamos depresivos).  Para terminar (o para empezar, según se mire, y yo lo veo bien porque -tarde también- me he vuelto optimista), parece que será tarde, bien entrada la cuarentena, cuando me estrene como padre.

Lento, sí, pero no flojo, que sigo dándole cuerda al reloj de las andanzas.  Ahora, otra vez, acompañado de una mujer inmensa y buena (que en eso los viejos dioses siempre fueron generosos), voy camino a otra aventura.  Acá comienza, sin más pretensiones que tenerlos cerca, que robarme sus ojos por un rato, la crónica de mis días y mis alegrías en Singapur (las penas, y espero que esas sí lleguen muy tarde, serán solo mías).

Empezamos a abordar. Viajaremos novecientos kilómetros al norte.  Adiós Yakarta; nos vemos en la Ciudad de los Leones.